Habíamos almorzado alrededor de una mesa gigante bajo los árboles. La brisa movía las hojas aliviando el calor de las tres de la tarde. El río era un sonajero de piedras pasando por detrás de la casa entre los cerros que rodean Vicuña. Yo tenía quince años y había ido a esa casa de campo, de visita con mis padres, porque mi paraíso estaba en La Serena donde debía volver cada verano para repetir la ceremonia que me hacía sobrevivir los inviernos tristes en Santiago donde vivía forzada por la decisión de mis padres, cuando yo había recién cumplido los ocho años y no me imaginaba que el mundo pudiera extenderse más allá de La Serena, el mar y los valles interiores.
Mis padres andaban entonces en proceso de reconciliación y la casa de sus amigos, los Carreño en El Molle, desde que tengo uso del recuerdo, había sido un lugar de paseo los domingos con baño en el río y gritos infantiles y felices. Después de tantos años volvíamos a juntarnos por última vez, pero eso no lo iba a saber hasta ahora. En ese momento podía ser una más de tantas veces.
Mientras bebían el café y la sobremesa se alargaba, aproveché de alejarme, como siempre me ha gustado, y meterme bien adentro de mí misma. En un sillón de mimbre, me puse a escribir en el diario de vida que no soltaba por motivo alguno, y alguna carta a mi pololo que estaba en Santiago. Lo echaba de menos, quería verlo, por eso le contaba todo lo que hacía, pensaba y soñaba desde que me levantaba hasta que me dormía pensando en él. Cada mañana iba al correo en la esquina norponiente de la Plaza de Armas, y después de dejar la carta en el buzón me sentaba en la plaza cerca de la fuente a mirar los peces anaranjados que saltaban felices como si estuvieran jugando, y recordaba o revivía es más exacto, mis años de infancia feliz en La Serena cuando me esforzaba por no romper mi globo de colores y comía barquillos a la salida de la misa de doce en la Catedral, siempre de la mano de mi madre. ¿Y mio padre, mio Cid, dónde estaba?
Salí de mis pensamientos cuando los adultos terminaron su café y los hermanos Carreño, dos jóvenes universitarios, largiruchos y flacuchentos se pusieron a cantar. Uno de ellos, el que sería abogado, tocaba el acordeón, y su hermano, el que sería médico, la guitarra. Iban de un tema a otro: la moda contestataria de las bandas argentinas a comienzos de los 70. Les pedí maravillada que por favor repitieran la última canción: "Bronca cuando ríen satisfechos al haber comprado sus derechos/ bronca cuando se hacen moralistas y entran a correr a los artistas/ (...) para los que toman lo que es nuestro con el guante de disimular/ para el que maneja los piolines de la marioneta universal/ para el que ha marcado las barajas y recibe siempre la mejor/ con el as de espadas nos domina y con el de bastos entra a dar y dar y dar/ marcha/ un, dos /no puedo ver tanta mentira organizada(...)
Yo tenía quince años y cantaba con ellos bajo los árboles, bronca cuando se hacen moralistas, y entran a correr a los artistas... Mis padres partieron de viaje hacia Vallenar, la tierra natal de mi madre y probablemente revivieron escenas amorosas de su vida, las cuales desgraciadamente no lograron reconciliarlos para siempre. Ya los cables de comunicación se había dañado para siempre. Regresamos juntos a Santiago, en familia quebrada y amarrada con cintas de colores, y la vida de cada uno siguió su curso: "sin responder con voz ronca mi bronca, mi bronca/ bronca porque matan con descaro pero nunca nada queda claro/ bronca porque roba el asaltante pero también roba el comerciante/ bronca porque está prohibido todo/ hasta lo que haré de cualquier modo.
Ahora, ese joven flaco y largirucho aparece en la televisión mientras veo las noticias. Odisea 2001. No está con su bandoneón ni está cantando. Viste bluyines y botas de minero. Sé que es un hombre cristiano, y me imagino que probablemente ha estado en la misa pidiéndole a Dios que lo ayude a encontrar la respuesta, que lo conduzca por los senderos correctos para cumplir la misión que su país le ha encomendado. La cámara de televisión lo registra cuando emerge desde las profundidades de distintos recovecos de la cuesta Barriga, un antiguo camino que conducía hacia la costa central de Chile, antes de que se construyera el túnel Lo Prado con su respectivo peaje: "bronca pues entonces, cuando quieran que me corte el pelo sin razón/ es mejor tener el pelo libre que la libertad con fijador/ marcha/ un dos/ no puedo ver tanto desastre organizado/ sin responder la voz ronca, la bronca, mi bronca/ bronca sin fusiles y sin bombas".
Desde el hondor de la tierra, Carreño enfrenta las cámaras que lo repiten en todas las casas, todos queremos noticias, necesitamos saber lo qué ha pasado, ¿encontraría algo? ¿qué encontraría? Sacude sus botas, está demasiado serio. Lo veo y lo reconozo, a pesar de esos visos de los años que han pasado. Frente a los micrófonos, grabadoras y cámaras de televisión dice, sí, es probable, los restos encontrados podrían pertenecer a los desaparecidos del 73, la directiva del partido comunista: "no puedo ver tanta mentira organizada". Los familiares esperan ansiosos desde hace días, se acercan, buscan también, recorren los cerros. Reconozco a Estela Ortiz. La última vez que la había visto fue en la catedral, a finales de marzo de 1985, junto al ataúd de José Manuel Parada, su marido, uno de los tres degollados por la iniquidad de la dictadura militar. Ella se desmayó varias veces junto a la guardia de honor. Primero su padre; después, su compañero, ¿no sería demasiado para una sola mujer? Bronca porque matan con descaro y nunca nada queda claro...
Muchos familiares preguntan, lloran, necesitan un cuerpo para empezar el duelo que no han podido hacer; sí, efectivamente habrá que esperar lo que determine el instituto médico legal, sin responder con voz ronca, mi bronca, mi bronca y sí, finalmente fueron reconocidos algunos huesos, Fernando Ortiz, sus dientes, sí, pero cuerpo, no hay; sí, algunas vértebras, sí, marcha con los dos dedos en V, ese hombre noble e inocente, bronca, porque matan con descaro, pero nunca nada queda claro.
Mis padres andaban entonces en proceso de reconciliación y la casa de sus amigos, los Carreño en El Molle, desde que tengo uso del recuerdo, había sido un lugar de paseo los domingos con baño en el río y gritos infantiles y felices. Después de tantos años volvíamos a juntarnos por última vez, pero eso no lo iba a saber hasta ahora. En ese momento podía ser una más de tantas veces.
Mientras bebían el café y la sobremesa se alargaba, aproveché de alejarme, como siempre me ha gustado, y meterme bien adentro de mí misma. En un sillón de mimbre, me puse a escribir en el diario de vida que no soltaba por motivo alguno, y alguna carta a mi pololo que estaba en Santiago. Lo echaba de menos, quería verlo, por eso le contaba todo lo que hacía, pensaba y soñaba desde que me levantaba hasta que me dormía pensando en él. Cada mañana iba al correo en la esquina norponiente de la Plaza de Armas, y después de dejar la carta en el buzón me sentaba en la plaza cerca de la fuente a mirar los peces anaranjados que saltaban felices como si estuvieran jugando, y recordaba o revivía es más exacto, mis años de infancia feliz en La Serena cuando me esforzaba por no romper mi globo de colores y comía barquillos a la salida de la misa de doce en la Catedral, siempre de la mano de mi madre. ¿Y mio padre, mio Cid, dónde estaba?
Salí de mis pensamientos cuando los adultos terminaron su café y los hermanos Carreño, dos jóvenes universitarios, largiruchos y flacuchentos se pusieron a cantar. Uno de ellos, el que sería abogado, tocaba el acordeón, y su hermano, el que sería médico, la guitarra. Iban de un tema a otro: la moda contestataria de las bandas argentinas a comienzos de los 70. Les pedí maravillada que por favor repitieran la última canción: "Bronca cuando ríen satisfechos al haber comprado sus derechos/ bronca cuando se hacen moralistas y entran a correr a los artistas/ (...) para los que toman lo que es nuestro con el guante de disimular/ para el que maneja los piolines de la marioneta universal/ para el que ha marcado las barajas y recibe siempre la mejor/ con el as de espadas nos domina y con el de bastos entra a dar y dar y dar/ marcha/ un, dos /no puedo ver tanta mentira organizada(...)
Yo tenía quince años y cantaba con ellos bajo los árboles, bronca cuando se hacen moralistas, y entran a correr a los artistas... Mis padres partieron de viaje hacia Vallenar, la tierra natal de mi madre y probablemente revivieron escenas amorosas de su vida, las cuales desgraciadamente no lograron reconciliarlos para siempre. Ya los cables de comunicación se había dañado para siempre. Regresamos juntos a Santiago, en familia quebrada y amarrada con cintas de colores, y la vida de cada uno siguió su curso: "sin responder con voz ronca mi bronca, mi bronca/ bronca porque matan con descaro pero nunca nada queda claro/ bronca porque roba el asaltante pero también roba el comerciante/ bronca porque está prohibido todo/ hasta lo que haré de cualquier modo.
Ahora, ese joven flaco y largirucho aparece en la televisión mientras veo las noticias. Odisea 2001. No está con su bandoneón ni está cantando. Viste bluyines y botas de minero. Sé que es un hombre cristiano, y me imagino que probablemente ha estado en la misa pidiéndole a Dios que lo ayude a encontrar la respuesta, que lo conduzca por los senderos correctos para cumplir la misión que su país le ha encomendado. La cámara de televisión lo registra cuando emerge desde las profundidades de distintos recovecos de la cuesta Barriga, un antiguo camino que conducía hacia la costa central de Chile, antes de que se construyera el túnel Lo Prado con su respectivo peaje: "bronca pues entonces, cuando quieran que me corte el pelo sin razón/ es mejor tener el pelo libre que la libertad con fijador/ marcha/ un dos/ no puedo ver tanto desastre organizado/ sin responder la voz ronca, la bronca, mi bronca/ bronca sin fusiles y sin bombas".
Desde el hondor de la tierra, Carreño enfrenta las cámaras que lo repiten en todas las casas, todos queremos noticias, necesitamos saber lo qué ha pasado, ¿encontraría algo? ¿qué encontraría? Sacude sus botas, está demasiado serio. Lo veo y lo reconozo, a pesar de esos visos de los años que han pasado. Frente a los micrófonos, grabadoras y cámaras de televisión dice, sí, es probable, los restos encontrados podrían pertenecer a los desaparecidos del 73, la directiva del partido comunista: "no puedo ver tanta mentira organizada". Los familiares esperan ansiosos desde hace días, se acercan, buscan también, recorren los cerros. Reconozco a Estela Ortiz. La última vez que la había visto fue en la catedral, a finales de marzo de 1985, junto al ataúd de José Manuel Parada, su marido, uno de los tres degollados por la iniquidad de la dictadura militar. Ella se desmayó varias veces junto a la guardia de honor. Primero su padre; después, su compañero, ¿no sería demasiado para una sola mujer? Bronca porque matan con descaro y nunca nada queda claro...
Muchos familiares preguntan, lloran, necesitan un cuerpo para empezar el duelo que no han podido hacer; sí, efectivamente habrá que esperar lo que determine el instituto médico legal, sin responder con voz ronca, mi bronca, mi bronca y sí, finalmente fueron reconocidos algunos huesos, Fernando Ortiz, sus dientes, sí, pero cuerpo, no hay; sí, algunas vértebras, sí, marcha con los dos dedos en V, ese hombre noble e inocente, bronca, porque matan con descaro, pero nunca nada queda claro.
3 comentarios:
No olvidar, no olvidar, no olvidar.
Nunca olvidar.
Así es mi querido amigo poeta y narrador Samuel Fontana.
Mis cariños siempre
Gran cuento. La memoria debe resguardar el hecho.
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