lunes, febrero 26, 2007

Estas sí que son enfermeras, ayayayay!!!

Así que los lindos querían estas chiquillas. Aquí las tienen.

Las viejujas de abajo eran para espantar al caballero del abrigo y a otros sicópatas más peligrosos.

¡Deléitense los sinvergüenzas!

Y esperen sentaditos su turno. Ellas ofrecerán café también y agüitas de melisa para el corazón de los hipertensos.







Trajes para las enfermeras en práctica

Presentamos a ustedes, nuestros queridos pacientes, una serie de trajes de enfermera. Puedan votar por el que más les guste. De acuerdo a su elección, la sastra de doña Eduviges confeccionará los uniformes de las bellas, talentosas y jóvenes profesionales, que se mueren de ganas de comenzar a ejercer su profesión, a la cual le dedican todas sus neuronas y su tiempo.





domingo, febrero 25, 2007

Sala de Espera

Esta salón está habilitado para que los pacientes que esperan su turno de atención, puedan relajarse con el sonido y la belleza ancestral de todo aquello que pueda penetrar por los sentidos.

Se prohibe conversar, ya que cada paciente debe iniciar su travesía en el silencio, a solas, hacia los intrincados laberintos del Propio Ser.

¿Se da cuenta, Eloise? La vida no es tan terrible. Parece que es peor todavía.

Hay que tragarla con música, poesía, danza, locura, imaginación y mucha risa. A ver si así llegamos cuerdos al final del túnel.

Somos una familia terrícola


Mi papá siempre dice que somos una familia terrícola, pero no entiendo por qué lo repite como si se nos fuera a olvidar. Mi mamá aclara que es solo una forma de decir.

Yo preferiría que él demostrara científicamente por qué somos terrícolas y no extraterrestres. Así se lo dije y a él se le ocurrió que hiciera un listado con las actividades que los seres humanos hacemos cada día. Me dio un mes para entregarle los resultados.

Preparé un cuestionario donde además anotaré dudas y observaciones.
Comencé la experiencia acompañando a mi mamá a comprar ropa. Ella quería algo que la hiciera ver delgada y alta, pero en ninguna tienda encontraba lo que imaginaba. Las vendedoras insistían en modelos sastre, le ofrecían faldas y blusas de seda, pero ella creía más en el espejo que en la niñas que la llenaban de alfileres. ¡Y cómo se enojó cuando le llevaron una talla equivocada! Aclaró que tal modelo era para extraterrestres, y entendí que esa debía ser la ropa que usaban ellos.

Al llegar a casa, mi mamá quitó las etiquetas porque le picaban. La talla decía 48 aunque ella siempre pidió 44. Deduzco que los extraterrestres tienen talla 48. Con unos zapatos altísimos caminó horas por la casa, “para acostumbrarlos”, dijo. ¿A qué tenían que acostumbrarse los zapatos?

—¿Quieres que después ande tambaleándome como extraterrestre en la calle?

Anoté la frase junto a las dudas de la clase de biología donde se habló de los órganos más importantes del cuerpo humano. Alguien preguntó qué pasaría si tuviésemos dos corazones; la profesora dijo que como eso no era normal, no podía dar una respuesta para un caso hipotético, pero el Pepe Correa dijo que si los extraterrestres tenían dos corazones, en ese caso no sería anormal. El asunto se fue complicando tanto, que al final me di cuenta que sólo los extraterrestres podrían ser normales.


Concluido el mes, le mostré orgulloso mis observaciones al papá. Sonrió mientras se preguntaba qué opinaría un extraterrestre al leer el documento. Se los enviaré por e-mail, le respondí.

Este cuento los escribimos, hace algunos años, con Lila, por encargo de Santillana para un texto escolar de Lenguaje y Comunicación. En la fotografía aparecemos en la puerta de nuestra casa de infancia en La Serena, Larraín Alcalde 1187. Las nostalgias de infancia no terminan con el verano.

viernes, febrero 16, 2007

Eloise, doctora Therese y sus pacientes


Para que nos recuerde Eloise, esos tiempos gloriosos de la consulta.
El de lentes es el caballero del abrigo.
Usted, qué bella con su pelo largo y la dortora de pelo corto... La de atrás es doña Eduviges junto al joven poeta Gustavo: un ángel de cepa.
Entre usted y yo, el rey Lear.
No olvide a sus pacientes, Eloise.
Mis cariños

La Dortora

Esperando a Eloise

Eloise, el mundo no tiene sentido sin usted. Las diosas hacen falta entre nosotros los humildes mortales. Es tanta la tristeza que tenemos por su ausencia, que hasta el cielo de Santiago se desató en un aguacero impresionante. Rayos, truenos, relámpagos gritan por su ausencia, diosa divina.

Vuelva, venga a regalarnos su alegría y a entibiar estos días de febrero.
No siga haciéndonos sufrir así, bella Trina.

Hemos recibido en la consulta, un mensaje en el buzón de voz, enviado desde tierras lejanas por un Supervisor Anónimo y Horrorizado con tantos desatinos cometidos en la prescripción hecha por la Doctora a sus pacientes, de ella y suyos, Eloise. Escuche y verá...

Eloiiise, Eloisse , vuelve pronto . La Doctora y los pacientes te necesitan. La consulta está hecha un desastre, todo manga por hombro, las citas perdidas, los historiales confundidos. Sin ir más lejos , el otro día la Doctora recetó por error una faja ortopédica a Cenicienta y ahora la pobre muchacha tiene los pies hinchados y no le cabe ningún zapato y a ese pobre Caballero del Abrigo , no sé si recuerdas , también por error le recetó las pastillas afrodisiacas de doña Eduvidges y ahora anda como loco por las puertas de los colegios asustando niñitas . Por favor Eloiiise vuelve pronto .

p.d mensaje enviado por un paciente anónimo y horrorizado



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lunes, febrero 12, 2007

El mar no era un espejismo


El mar no era un espejismo
era la infancia,
era el tiempo girando tiempo adentro,
dando saltos entre arenas blancas y aguas tibias
recobrando antiguas huellas de pasos pequeñitos
sobre la húmeda línea

que separa el pasado del deseo inevitable
de detener el tiempo

y quedarse sentada en la orilla de la playa
mirando al padre detrás de la cámara
esa niña que fue

con el ceño fruncido por el sol intenso
tres años en un traje de sirena
mirando el mar que mira a la cámara
sabiendo que sabrá algún día
que el mar no era un espejismo
sino su infancia.

(Therese en Peñuelas, La Serena, 1958.
Arreglo, recuperación fotográfica y paso del tiempo: Cecivet)

domingo, febrero 04, 2007

Confesso que te amei, confesso





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Este cuento lo dedico a mis compañeros poetas con quienes hicimos ese viaje fabuloso al reino de las nieves, Estocolmo, Suecia el año 1988.
El Festival de Poesía: La reconstrucción del Tiempo, lo organizaron la escritora y traductora sueca Sun Axelsson y el poeta chileno Sergio Badilla.
Desde Chile fuimos: Elicura Chihuailaf, Carmen Berenguer, Andrés Morales, Diego Maquieira y Teresa Calderón. Fue un encuentro inolvidable...


Apenas se entreplumaban,

algo como un ulucordio los encrestoriaba,
los extrayuxtaba y paramovía...

Julio Cortázar



Cuando anunciaron que podrían abordar el avión, Francisca se abandonó al pánico, ¡y si se cae! Pero Maximiliano la tranquilizó asegurándole que los aviones nunca se caen. El único peligro, aclaró, podría presentarse durante dos momentos claves: despegue y aterrizaje. No en vano había vivido más tiempo sobre los aviones que en tierra firme, le contó para calmarla.

Presa del miedo, sintió que su hora estaba próxima cuando el avión tomó la pista y empezó la carrera hasta alcanzar la velocidad necesaria para elevar la nariz y hacerse a los cielos, mientras rugían los motores, ay cómo rugían. Francisca estiró su brazo, buscó la mano de Maximiliano y la apretó con fuerza.
—Es por el miedo, le dijo.

Maximiliano desplegó el inmenso mar que llevaba en sus ojos sobre los aterrados de ella y sonrió mientras le apretaba con fuerza los dedos. Francisca se vio reflejada en esas aguas turbulentas, bajó la vista y se detuvo en la contemplación de la mano que le sostenía los temores y ese antebrazo inundado de pelusas amarillentas cubierto con una polera negra.

—Este sí que es compañero de viaje, me fascina, leíste su último libro. Pero además, qué estupendo, se pasó, varonil, la muerte. Te envidio y repitió: Te en-vi-dio, hermanita, no sabes cómo, le había dicho Carolina cuando se despidieron en el aeropuerto.

Francisca le pidió que se dejara de decir tonterías y recordara todos los encargos que le había hecho, revisar llamados y las plantas, por favor, no se te olvide regarlas.

Cuando anunciaron que ya podrían desatarse los cinturones y comenzó el ajetreo de azafatas, carros con bebidas, jugos y licores varios, Francisca buscó el walkman para acompañar con la voz de María Bethania, el espectáculo de montañas y nieve que pasaba por su ventanilla.

Había jurado no subirse jamás a un avión, hasta que se detuvo a pensarlo mejor, esa mañana en que le comunicaron que la invitaban a participar en un congreso de escritores en Suecia.
—Perderme Estocolmo... sería el colmo, rimó divertida, y se embarcó temblando en Santiago una mañana de octubre.

En Río de Janeiro hubo una escala de varias horas. Se instaló en el bar a refrescarse con un Tom Collins bien frío. Allí la alcanzó luego su compañero de viaje. Con algunos tragos de más y mareados por la experiencia, abordaron el avión que iniciaría la aventura sobre el Atlántico. Francisca volvió a decir, me estoy muriendo de susto.
—Contra el miedo, otro trago.

Sobrevolaban el Atlántico, mientras María Bethania, confesso que te amei, confesso, le iba ablandando hasta los huesos.
—La música me ayuda a entrar en el miedo y atravesarlo hasta la otra orilla donde ya no existe, le explicó a Maximiliano cuando se dio cuenta de que él estaba empezando a dormirse a su lado.

Ahí había empezado todo. No. Empezó antes, en el aeropuerto cuando lo vio y supo que viajarían juntos, momento que él consideró oportuno para presentarle a su mujer y a los dos hijos que venían a dejarlo. Francisca los saludó con su típica sonrisa y le hizo unos cariños en el pelo al más chico.
—Y ella es mi hermana -tomando a Carolina por el brazo. Nos vemos, dijo, voy a comprar chocolates.

Lo había conocido a comienzos de los ochenta, cuando todos estaban empezando recién a hacer sus vidas. Recordó ese extraño temblor, cosquillas en el estómago y resonancias químicas ocupando el espacio entre ellos cuando se saludaron con un roce de dedos y mejillas. Y eso, ella nunca lo había olvidado.

Maximiliano fumaba en la Sala de Embarque uno de esos cigarrillos cuyo aroma se pegaría al pelo de Francisca para siempre. Hojeaba distraído un libro de Lovecraft, su favorito, le comentó.

Quero que tu me diferencies dessas que a vida de deu. El avión se internaba en la noche rumbo al Oriente en ese espacio sin tiempo de los vuelos largos. Maximiliano acomodó su cabeza entre los brazos de Francisca. Ella lo recorría de frente y de perfil, leves yemas, llénense de mí tus sueños, pero no me perteneces, sé que nunca. Recorrida por emociones inéditas que le rompieron el miedo como un cascarón, no tuvo duda, ese hombre le estaba tacando el alma.
—He dormido como un ángel, le dijo.
—Los ángeles solo pueden dormir como los ángeles, pensó, mirándolo con ternura.

La noche había llenado el cielo completamente y ambos se buscaron para dormir abrazados hasta que el sol estalló en el cielo como un resplandor donde a Francisca le pareció que alcanzaba a leer entre los créditos de la pantalla celeste; Dios Producciones Presenta...

El desayuno los encontró en silencio y volvieron a mirarse. Francisca alzó su vaso de jugo de naranjas como una niña feliz:
—Por este amanecer en el cielo sobre el océano volando contigo. Pero se arrepintió en seguida de haberlo dicho.

Las costas de África empezaban a deletrearse en el mapa y muy pronto hacían escala en Copenhague, donde una vikinga pálida los revisaba de arriba abajo, abría maletas, registraba cuerpos en busca de drogas -les dijo- como que venían de América Latina llenos de otras costumbres.
—Tranquila, le dijo Maximiliano. Siempre es igual. En Nueva York y en Madrid, las últimas veces ha sido lo mismo. No les gusta mi pelo largo, parece, sonrió.
—A mí sí, me encanta, pensó mirandola arrobada.

Libres del escrutinio se dirigieron a la puerta desde donde saldrían para el último tramo a Estocolmo y tuvieron que caminar cerca de un kilómetro entre bárbaros rubios y tiendas abiertas. Francisca, vestida de negro, suspiraba, en tanto su pelo rojo hacía más evidente la palidez que traía consigo desde que nació y le marcaba oscuras las ojeras de la mala noche.

Se vieron, ahora, a merced de una turbulencia que arremetía y el avión se sacudía en medio de la borrasca con todos los pasajeros en silencio amarrados a sus asientos. Maximiliano le aseguró que el piloto jugaba en el aire y mostraba sus destrezas, cosa que ella quiso creer sin dudar un ápice.

Llegaron con dos horas de atraso. Los organizadores del Congreso esperaban impacientes. Estaba también Sun, la escritora sueca a quien Francisca había conocido años antes. Aunque breve el tiempo que compartieron en Chile, fue suficiente para generar una relación profunda, “como una amistad a primera vista” -se habían dicho al despedirse en Santiago prometiéndose volver a encontrarse: pero esta vez será en mi país, había profetizado.

Después del desborde natural en las demostraciones de afecto entre amigas que no se han visto en mucho tiempo, y sin embargo, están al tanto una de la otra por las cantidades de cartas que han ido y vuelto de un continente al otro con todos los detalles de las respectivas vidas, salieron abrazadas del aeropuerto, se acomodaron en el auto que transportaría al grupo y tomaron la carretera iluminada en medio de la noche. Primero dejarían a Maximiliano en la residencia de la Sociedad de Escritores en Drödningatan: “y luego tú, Francisca, te quedarás en mi departamento. Debo estar mañana en Dinamarca..., un premio por mi última novela. Vuelvo la próxima semana”.
—Maximiliano apretó el brazo de Francisca y murmuró en su oído:
—Quiero estar contigo. Aquí o allá. Pero juntos.

Con el lenguaje de señas que hace cómplices a las amigas, Francisca le señaló a Sun que quería quedarse con Maximiliano. Entonces la amiga, buena entendedora, aclaró que si Maximiliano quería, podía quedarse con Francisca. Claro que tendría que dormir en el sofá, señaló riendo la bella amiga sueca. Se verían al regreso.
—Aquí están las llaves, buenas noches, en inglés, francés, italiano, alemán y griego, mientras abría bien sus ojos celeste escandinavo y hacía señas de cejas hacia arriba.

Al entrar al departamento en el segundo piso, encontraron sobre la mesa de la cocina una bolsa de papel que contenía todos los ingredientes necesarios para empezar el día con el mejor de los desayunos, junto a una nota que decía: “Bienvenida a mi tierra, querida Francisca” y próximo a la firma, el dibujo de un sol gigantesco y risueño. En el refrigerador la esperaba el premio, una botella de vino blanco.

Maximiliano destapó la botella después de haber buceado por todos los cajones hasta encontrar con qué hacerlo y sirvió hasta la mitad la copa que se helaba junto al vino en el refrigerador-
—Por ti, hermosa, -le dijo-. Bebamos juntos porque trae suerte -agregó-. Y la vamos a necesitar, creo.

El primer brindis fue en el pasillo. Maximiliano encontró entre los discos uno de Tracy Chapman y lo dejó girar: if not now, then when, y la apretaba contra su cuerpo bajo la tenue luz. Apoyaba su cabeza en el pecho de Maximiliano y se dejaba atrapar en ese baile que duraba lo mismo que la eternidad. Interrumpían su abrazo, de tanto en tanto, para volver al disco que girara de principio a fin, y nivelar, como decía Maximiliano, las copas. Sentados en un diván, uno muy cerca del otro, apoyados contra la muralla, Maximiliano le contaba historias de viajes y gentes. Francisca escuchaba en silencio, quería grabarse a este hombre en su memoria y en la piel. Deseaba seguir oyendo esa voz que la perdería para siempre, seducida en el laberinto donde estaba atrapada. Maximiliano, tela de araña, y ella, larva de mariposa. Maximiliano de los ojos inmensos. Este amor que bailando, jugando, mirándola, venía a interrumpirle la vida.
—¿Sabes que me gustaría hacer ahora? -musitó Maximiliano cerca del amanecer, después de abrir una botella de whisky que traía en la maleta.
—No, pero quisiera saberlo.
—Emborracharme con tus besos.
—Hazlo, entonces, ronroneó Francisca y se miró ya dibujada, completamente azul en los ojos intensos.

Sus movimientos se habían puesto lentos cuando se acercó y puso su boca entre los labios entreabiertos de Francisca. Suavemente se iban reconociendo, las bocas, la textura, los sabores, hasta que las lenguas no quisieron perderse parte de la fiesta, los ojos abiertos, para que ningún detalle escapara al recuerdo. Olores entremezclándose, mejillas, labios, quejidos, palabras a media voz y las manos encargándose de la ocupación de los cuerpos.

Maximiliano rastreó debajo de la blusa de Francisca hasta encontrar sus pechos que habían despertado al primer contacto de las bocas y ella lo acariciaba debajo de la polera hasta que ya no pudo más y dejó que las manos siguieran la orden omnipotente, que emanaba desde el epicentro de su hipotálamo, pareco outra mulhier, pareco, hasta alcanzar las caderas de Maximiliano y apretarlas con fuerza, antes de iniciar el recorrido de su mano tibia por dentro del pantalón.
—Vamos -dijo él, mientras la tomaba del hombro. Ella volvió a mirarse en esos espejos de mar pacífico y furioso donde todo ocurría al mismo tiempo: ellos, la música, el avión, la lejanía, el vino blanco y el tiempo por delante.
—Vamos. Estaba segura, mientras breves mordiscos en sus orejas ardientes arrastraban la voz de Maximiliano, que celebraba ese camino de lunares que ella tenía en el cuelo.
—Era la señal para que yo pudiera reconocerte -dijo, y la llevó en brazos, novia mía, al dormitorio donde se despojó de su polera y la dejó caer sobre la alfombra, ay, ese olor de ropa tirada al suelo, y su boca conteniendo los besos para no ahogarla ni desarmarla, porque estaba deseando comérsela viva, egoísta, no le dejaría ni un pedazo.

Como pétalos, rosa deshojada, margaritas, me quiere mucho, poquito, nada, iban cayendo las ropas una a una: tu pantalón, el mío, qué linda eres, lindo tú, me gustas, tú también.

Al ritmo del amor Francisca supo que Maximiliano era el hombre con quien había soñado la vida entera. Deseó quedarse así para siempre, morir ahí en esa dulce agonía, que cayeran los aviones de ahora en adelante, el universo explotara, las aguas se expandieran por todo el planeta o una lluvia de sangre y meteoritos pusieran fin a la historia.

Tendidos sobre la cama, se mordían los labios, despacito, se memorizaban, con la lengua, las manos enloquecidas. Entonces Maximiliano la sujetó firme y buscó el camino para internarse por los desfiladeros de ese cuerpo que empezaba a desear como nunca nada en el mundo. Tanteando en las sombras, la recorrió de cima en sima, se perdió en sus abismos, navegó con su alma todas las mareas, tocó la luna en el centro de la tierra y vio estallar el sol en cientos de fragmentos diminutos que los eclipsaron durante los últimos segundos. Llorando, se entregaron uno a uno los aromas que guardaban, los perfumes húmedos de los bosques del sur, fragancias con sonidos de raíces profundas y maderas ácidas y plantas verdes y gemidos.

Desnudos se daban vueltas sobre la cama inmensa como si nunca antes nunca después. Durante las breves pausas que el amor les permitía, cumplían con el inveterado rito de encender un cigarrillo y beber del vaso junto al cenicero en el velador. Sintió ese cuerpo familiar y cotidiano hasta que el cansancio les cerró los ojos. Durmieron abrazados, porque ninguno quería que el otro se perdiera durante el sueño o partiera a algún lugar donde no pudieran encontrarse.

Ya se iniciaban las actividades y tuvieron que repartirse entre lecturas, entrevistas y cocteles. Desde la primera conferencia que dieron juntos se buscaron con los ojos donde quiera que estuvieran, fulminados por la ansiedad de abrazarse, de atarse uno al cuerpo del otro, y la noche era el único horizonte, absorbidos por el deseo de un corazón común reclamando desesperado las mínimas separaciones, hasta que se les hizo evidente que no querían nada más que el cuerpo del otro, el amor del otro, los aromas y sabores del otro, porque estaban atrapados en el torbellino de esa ciudad que descubrieron juntos bajo el cielo azul y luminoso de los primeros días cuando, mapa en mano, se aventuraron por las callejuelas de Gammla Stan, el barrio más antiguo de Estocolmo, y frente al palacio de los reyes se juraron amor para toda la vida. Esa ciudad cuyo cielo se volvió gris y taciturno, triste como ellos, la última mañana cuando salieron del subterráneo en T. Centralen.

Caminaban de la mano, riendo bajo las hojas doradas; el otoño en todo su esplendor los veía volver al pequeño departamento cuando bajaban del tunnelbana en la estación de Mariatorget. ¿O sería Zinkelsdamm?

El sábado en la mañana pasarían a buscarlos para en encuentro en Uppsala con los poetas jóvenes; visitarían la iglesia y otras maravillas de la arquitectura para terminar con una fiesta de despedida. Pero tomaron la decisión de no ir a ninguna parte para iniciar su propia ceremonia de interior. Regresarían el lunes a Santiago. De rodillas a tus pies, perdida a te adorar, até que me encontrei perdida.

La pasión que los alimentaba en este amor imprevisible no les daba tregua y no los vencería. Bailaban, reían, se miraban. Cómo se hundían uno en el otro. Tracy Chapman que les había allanado el camino y María Bethania que confesaba hasta el pecado original.

Y seguían buscándose aun cuando caían extenuados en el refugio de las sábanas. Nadie sabe todo lo que se amaban, parados, acostados, de rodillas, con las manos, con las bocas, llorando, cantando, Horacio, la Maga, llegando al final de su tiempo, esa cosa que se llama tiempo y que es como un bicho que anda y anda.
—¿Qué vamos a hacer ahora?

Fue al abordar en Río de Janeiro para el último tramo a Santiago cuando Francisca empezó a llorar y no cesó, no hubo caso, durante las tres horas y media que siguieron. Maximiliano le pasaba pedazos de papel enrollado, sin lágrimas, mi amor, si ya te has vuelto inolvidable. ¡Qué iba a decirle a Carolina que estaría esperándola, me lo tienes que contar todo, quiero de-ta-lles, ya estaba oyéndola. Deseó que todo terminara ahí, que el avión se hiciera añicos en el aire de una vez, que la muerte se los llevara juntos: vir a vencer-me nao vences porque vencida estou eu.
—Se ruega a los pasajeros acomodar el respaldo de sus asientos, asegurar las bandejas y abrochar sus cinturones.

El avión se sacudía sobre la cordillera. Francisca quiso mirarse en los ojos de Maximiliano cuando le tomaba la mano con fuerza, y le decía, tratando de sonreír, que ahora no tenía miedo, que nunca más tendría miedo. Aunque ya no estaba en su mirada ni se reflejó como antes, pudo darse cuenta del momento exacto en que empezaba a desaparecer de las pupilas de Maximiliano.
Estocolmo, Suecia, octubre, 1989. Departamento de Stig Björkman, cineasta.
En la fotografía aparecen: Diego Maquieira, Teresa Calderón y Carlos Geywitz.


De Vida de Perras, Ed. Alfaguara, 2000.