domingo, octubre 29, 2006

La Maldita Primavera

Ángeles en Santiago























Ángeles en Santiago

A la memoria de Francisco Rivas Donoso
el más bello de los ángeles que sobrevuela Santiago.


Cuando un ángel está cerca lo percibimos de inmediato con un leve escalofrío, porque sopla o respira muy cerca de nuestra piel. Esos pensamientos le cayeron encima como una obsesión cuando lo vio mientras decía: "aquí" levantando la mano desde la última fila de la sala. Nadie se conocía con nadie. Los alumnos estaban nerviosos como se está el primer día de universidad y ella lo estaba también como cada año en que enfrentaba a un curso nuevo y eso, como se sabe, no es tarea fácil.
Puso una P en la lista, al lado de su nombre y lo volvió a mirar
—Por casualidad, ¿eres pariente del escritor Francisco Rivas?
—Soy su hijo—. Su cara pasaba por varias tonalidadades del rojo.
—¡Pero qué sorpresa! —dijo ella mirando a todo el curso, —eran más mujeres que hombres este año—, porque ustedes no lo saben, el papá de Francisco, además de gran escritor, es un notable médico y fue embajador de nuestro país en Canadá hace muy poco tiempo.

Pancho estaba impávido, horrorizado, no se sabe, pero su piel y su pelo se confundieron en una sola apariencia cuando a ella se le ocurrió como tía abuela, además de las demostraciones de alegría, decir que lo había conocido cuando era un gordito chiquilín que correteaba en el patio donde Roberto Rivera y la Cristina preparaban un asado y la casa estaba llena de escritores.
—La ondita, rieron algunos de tus compañeros. Ya tiene aprobado el ramo, medio pituto.
—Eso está por verse, dijo ella antes de explicar el programa del curso, las fechas de pruebas, los tipos de trabajo que tendrían que hacer durante el año. Y mucha atención, primera prueba: la próxima semana, la película Pulp Fiction.

Debieron pensar que se trataba de una broma o del típico mechoneo, cómo iban a tomarles prueba de una película.
—Sí, y los apuntes que tomen de diálogos, escenas o aspectos que llamen su atención pueden traerlos a la prueba. Me parece muy importante, también, que vayan en grupos a verla y luego se queden por ahí, un café, una cerveza, qué sé yo, para comentarla sobre la carne caliente del asunto.
El juego empezó bien y siguió mejor:
—En general las pruebas estuvieron muy buenas: sus observaciones son bastante agudas y las opiniones fundamentadas y pertinentes. Sin embargo, debo aclarar que hay una excepción notable sobre la norma... la constituye la prueba de Pancho Rivas. Otra vez se puso rojo. Ella siguió, es una lástima que no exista una nota superior al siete, porque esa sería tuya, Pancho, le dijo mirándolo a los ojos llenos de brillos juveniles y pestañas.
—¡Ah!, un consejo que me siento en la obligación de darles: igual, si quieren lo toman, si no lo dejan: Aprovechen su vida universitaria; es el mejor tiempo de la vida. Vívansela a fondo y no me refiero solo a estudiar. Les aseguro, les prometo, que siempre lo van a recordar como el mejor momento de sus vidas.

Los ángeles sonríen como tú lo haces, y miran como tú miras, por eso te reconocí, pensaba cada vez que lo veía en la sala, en los pasillos de la universidad o sentado con sus amigos debajo de la escalera que conducía a las salas del piso piso y ella lo saludaba con la mano al aire, dedos de castañuela, y una sonrisa que era más que felicidad, la plenitud.
Y como todas las cosas de la vida, la universidad terminó un día, y con Pancho solíamos encontrarnos por ahí, casualidades maravillosas, alguna librería, caminando por las calles del centro de Santiago, un café al mediodía.
Pero los recuerdos más recientes son dos. Una sesión de lectura de cuentos en la sala del Banco del Estado: le tocó junto a otros escritores, leer a Pancho papá y a ella. Él leyó un cuento sobre la dictadura y ella, uno sobre amores juveniles. Al finalizar la actividad, todos conversaban con todos y Francisco, el hermoso, caminó por un pasillo hacia donde estaba ella. Entonces todo alrededor desapareció y solo estuvieron los dos. Hacía más de un año que no lo había vuelto a ver y estuvieron de pie, uno frente al otro. Ella tuvo que apoyarse contra el muro para no desmayarse. Nunca hubo menos distancia entre los dos.

—Me gustó tu cuento, dijo.
Respondió con una sonrisa y le temblaron las piernas. Le dijo que le gustaría regalarle su libro, que la llamara y cualquier día, en fin... Nunca llamó. Estaría demasiado ocupado ensayando su juventud, porque sabría, sí, él lo sabía todo, que su tiempo era breve aquí en esta tierra de nadie.
No sabe qué más diría, porque ella lo miraba embelezada y sus ojos recorrían cada rasgo de ese rostro perfecto. Cuando se quitó el pelo que se le vino sobre la frente, ella detuvo sus ojos sobre la cicatriz, esa herida de guerra de juventud.

—Y no se borró nunca más, le dijo mientras deslizaba su índice suavemente por ese nudo sobresaliente entre la ceja y la nariz.
Sonrió, lindo. Le dijo que igual, nunca nadie podía ser tan perfecto y que estaba convencida de que la muerte era una envidiosa que no había soportado toda la belleza que él andaba trayendo encima. Y él brotó con esa risa de corales encendidos, de cascada, de mariposas, de tiempo glorioso que encantaba al mundo y a ella por sobre todas las cosas.

Después, cinco días, una semana, horas antes, el tiempo tiene un modo tan extraño de pasar.
—Hoy se cumplen dos meses, le dijo Raúl por teléfono; Raúl, el amigo del alma que los mantendrá unidos para siempre en tu nombre. Lo llamó llorando mientras escribía para recordarte mejor, para estar contigo y alejar de su corazón esa nube de pájaros carroñeros.
Cuando se encontraron la última vez él estaba mirando libros de poesía en la Feria Chilena del Libro. Se alegró tanto cuando te vio. Tenías miles de planes, hasta un posgrado en España. Y ella, tan absurda, tan lugar común, tienes toda la vida por delante, si yo tuviera tu edad no lo pensaría ni un minuto. Se despidieron y lo abrazó fuerte:
—Te quiero mucho, Panchito, cuídate y saludos al papá.
En la puerta de la Librería pensó devolverse y decirle que tomaran un café, pero estaba apurada, todos giran ahora tan apurados, y se fue con el corazón arrugado latiéndole en la garganta.
Llevaba en sus oídos las últimas palabras: Yo también la quiero mucho, profe, y sus ojos cuando lo dijo, fascinantes y llenos de destellos amarillos.

Una noche, las noticias: dos jóvenes profesionales: un periodista y un ingeniero, cayeron desde las rocas de Zapallar arrastrados por una ola. Sus cuerpos no han sido encontrados. Mostraron por televisión, fotografías y unas grabaciones que hicieron cuando eran estudiantes. Y empezó la tragedia, la búsqueda, la negación, la ira, el dolor, la aceptación, nunca jamás, sobre su cadáver.
En la misa solo le pedía a Dios que apareciera su cuerpo, por favor, Dios mío, que aparezca, mi niñito hermoso, en las condiciones que sea, pero que aparezca. Cecilia que también fue su profesora y también lo quería tanto, pero no como ella que lo amaba y nadie lo sabría nunca también estaba allí. Juntas en la puerta de la Iglesia veían llegar a sus exalumnos, los amigos de Pancho, las amigas, todos jóvenes periodistas, que dejaban su dolor de lado para consolar a este par de profesoras magdalenas. De pronto ella tuvo la sensación de que Pancho también iba a entrar por la puerta de la iglesia igual como cuando llegaba a clases porque nunca faltó. Ahora llegaba para siempre la maldita ausencia definitiva.

Tres o cuatro días después, el mar que escuchó sus ruegos, lo devolvió. De inmediato el ceremonial mortuorio. La Iglesia preparaba el adiós, la barca de oro, me voy para siempre, amor. Esperaban el abuelo y el hermano pequeño entibiando la tierra del nuevo hogar entre las sombras, frente al mar que tanto amó. En una sala contigua junto a su ataúd, iban pasando entre sus dedos, una a una las cuentas blancas de su rosario, el de la Virgen de los Rayos que le había regalado la Delia Domínguez, una mañana de marzo cuando los cirujanos la despojaron para siempre de un útero inservible.
Ya era hora de llevarlo hasta la Iglesia.

—Falta alguien que tome el ataúd en esta orilla dijo alguien que también sufría.
Y ella se paró sin pensarlo, tomó la fría barra de metal de la cuna de muertos.
El hombre la miró con extrañeza. Ella firme en su posición con la cara bañada de dolor, le preguntó si acaso solo era para hombres.
—No, dijo, pero hay que tener fuerza.
—De eso no se preocupe, usted, me sobra, fuerza es lo único que me sobra en este mundo, y partió junto al grupo a depositarte sobre el catafalco en la nave central de la iglesia. Entre oraciones y lágrimas, palabras de consuelo y la carta de despedida que leyó su madre, entre el olor de las flores y los cantos de despedida, entre los amigos de los padres y los amigos propios, así fue como quedó viuda y huérfana y lo despidió para siempre, aunque para siempre la siga mirando desde esa fotografía donde humea el cigarrillo que siempre llevaba entre los dedos. Le dijo adiós, ángel de mi guarda, que me regalaste tu dulce compañía, ciérrame los ojos cuando llegue mi hora, espérame en la puerta luminosa del túnel y a ver si respondes de una vez por todas, la única pregunta que nunca te hizo: ¿por qué no me enseñaste como se vive sin ti?

Este cuento no es ficción. Así sucedieron las cosas. El joven Francisco Rivas fue mi mejor alumno en la Universidad Andrés Bello. Tenía 24 años. Ahora sería un gran periodista, sin duda.

Su padre, médico neurocirujano, ha cumplido funciones diplomáticas y ha publicado importantes libros bajo el seudónimo de Francisco Simón. Mi homenaje al padre que todavía sufre la partida tan temprana de su hijo y mi eterno recuerdo a un ángel que era demasiado para este mundo.

martes, octubre 24, 2006

FLORA FLORAL















(Pintura: Monet)

Flora floral

Dedicado a Mentecato

Para abreviar lo llamaremos Herr Professor. A ella podríamos llamarla Gardenia, Amatista, Abalaorio o Constelación. Pero la llamaremos Flora. Flora es un buen pretexto para nombrar a una mujer en plena polinización a tiempo completo, sin desmerecer, año tras año, desde que nació. Siempre fue demasiado perfume, demasiado polen, un exceso de efluvios y luz, un derroche de mujer para Herr Professor cuya indiferencia y sobriedad cautivaron a Flora desde el primer momento. Cada cual con su cada quien y cada quien con su nada que ver. Sin embargo, en la historia del tiempo tenían que encontrarse para que ella fuera Flora en toda su dimensión y majestad.
Se conocieron a miles de metros de altura, sobrevolando el océano Pacífico, fuera de toda ley, fuera del peligro de la gravedad, escapando a cualquier efecto de la fuerza de la realidad. La pequeña avioneta se balanceaba a merced del intenso viento de la zona, pero pudo aterrizar como lo hacía cada semana, sin problemas, en la planicie del cerro, al borde del acantilado, donde solo se distinguía el horizonte lleno de agua revuelta con cielo en una sola masa.
La isla a sus pies prometía en la fértil imaginación de Flora; la saturaba de todo lo posible. Y lo imposible también. Eso era por cierto cuanto más le apetecía. Casi en estado de nirvana bajó las escalerillas, ayudada por el piloto que tenía más horas de vuelo en el cuerpo que una bandada de pelícanos.
Flora estaba traspasada de ansiedad, se sentía feliz como nunca y hacía el registro de todo lo visible y lo invisible; lo que estaba al alcance de su campo visual y lo que era imposible que estuviese en el campo visual de nadie que no tuviese ojos por todas partes como ella, porque Flora era una reina, llevando altiva su corona de ojos enredada en el pelo desorbitado, exagerado y enrubiecido.
Herr Professor no había levantado su cabeza del cuaderno. Garrapateaba algunas notas que Flora intentaba fisgonear por encima del pequeño asiento delante suyo, donde el abultado cuerpo de Herr Professor se había acomodado con dificultad. Durante todo el viaje escribió y escribió sin levantar la vista, sin mirar por la ventanilla, ajeno a las risas de Flora y al monólogo del piloto que sermoneaba acerca de las virtudes del vuelo y se explayaba en unas teorías extrañas que hablaban de un primer hombre que descendía de las aves y jamás del mono, cómo y a quién, sobre todo a quién, se le habría ocurrido tamaña barbaridad. El verdadero sueño del hombre era buscar el cielo no el suelo, terminó diciendo mientras enfocaba la pista de aterrrizaje.
Una vez en tierra firme, Flora, ojos de periscopio, grabó el azul intenso del mar o del cielo, eso no le quedó muy claro, porque justo en ese instante se cruzaron los ojos de Herr Professor que lucían como lagos de turquesa líquida entre tantos azules confundidos.
Un pequeño bus esperaba la llegada de la avioneta que, además de pasajeros, traía alimentos desde el continente, para los escasos habitantes de la isla que vivían su pequeño paraíso vegetal donde muy pocas cosas alteraban el natural fluir de la vida cotidiana.
Inventando el camino, el bus se deslizaba por unos senderos dignos del salario del miedo, hasta llegar al centro habitado de la isla, donde todas las ventanas daban al mar que no siempre es el morir, porque ahora había sido el mar quien movió los ojos Herr Professor hacia Flora y se interpuso entre ellos.
Encontró que no había nada mejor que aprovechar la ocasión para saludarlo y agradecer ese azar que le había dado vuelta los ojos hacia ella. Le extendió la mano y su mejor sonrisa, pero él respondió seriamente a su amable saludo. Ya enfrentábamos el primer problema. Pero decidió con firmeza que ese inconveniente iba a dejar der serlo muy pronto porque ese hombre ya estaba en su mira. Fácil o difícil, lo resolvería igual. Tenía un mes por delante para conseguirlo.
Mientras caminaban hacia el único hotel de la isla, Flora sentía que su cuerpo había llegado a tierra, pero ella dónde estaba, cuándo terminaría de llegar. Siempre esa desagradable sensación. Los aviones la perturbaban más de la cuenta.
Una vez en la recepción del hotel, Flora esperó que Herr Professor recibiera las llaves de su habitación y luego pidió la suya en el mismo piso. No podía confiar puramente en el azar.
Entró a una pequeña habitación donde el aire puro parecía bailar entre las cortinas. Se acercó a la ventana y dejó que sus ojos se llenaran del paisaje. Siempre le gustaba darse tiempo para gozar intensamente las primeras impresiones de los lugares que visitaba por primera vez. Se llevaba para siempre, gestos, aromas, colores, sensaciones que nunca se parecían a nada conocido y solía ser lo que mejor recordaría de sus viajes y en lo que más se explayaría contando a sus amigas.
Decidió que lo primero sería lo primero y trazó su bitácora diaria. Buscaría a alguien en la isla, un pescador, casi todos allí eran pescadores, y le solicitaría sus servivios de guía. Sin que él supiera de sus planes, iría averiguando los detalles que necesitaba para hacer su reportaje y regresar con la primicia, como siempre. Le encantaba saber que nadie lo haría mejor. La revista en que trabajaba era adicta a las primicias, de manera que Flora estaba allí camuflada de turista, porque esa era, según ella, la mejor manera de conseguir que las personas hablaran más de lo que debían, sin el temor a que todo lo que dijeran puediera ser usado en su contra.
Pero, la mañana sería para ella. Eso era intransable. A las nueve bajaba al comedor a tomar su desayuno y ya estaba allí Herr Professor, bebiendo su tercero o cuarto café. Antes de que hubiera transcurrido una semana, ella tenía clarísimo que jamás podría desayunar con él, porque siempre elegía una mesa pequeña y la llenaba de vasos, platos, frutas y todo lo que acompaña siempre a esos desayunos pantagruélicos de ciertos hoteles. De manera que se instalaba en una mesa grande junto a otras personas que iban y venían mientras ella bebía su té mirando a Herr Professor, entre otras cosas
Durante la mañana, después del desayuno, él se sentaba en la terraza del hotel a beber jugos de diversas frutas y a escribir en su cuaderno. De tanto en tanto, levantaba la vista para dejarla caer sobre el cuerpo de Flora que se asoleba sobre la arena, apenas cubierta por su mínimo traje de baño. También la miraba cuando la oía reír y correr hacia el mar y nadar entre las aguas del Pacífico, aunque él nunca bajó a la playa ni caminó por la arena con los pies descalzos.
Era la primera vez que Herr Professor venía a esta Isla. Había recorrido todo el mundo y era el último lugar del planeta que le faltaba conocer. Flora, en cambio, estaba allí por su trabajo. Debía reportear el movimiento de un equipo multinacional que se esmeraba en cada grieta, en cada rincón oculto de la isla buscando un tesoro escondido por los piratas en algún lugar del tiempo.
Y finalmente lo que debía ocurrir, ocurrió. Sin mayores preámbulos, un sábado en la noche en que se celebraba la fiesta de la isla con elección de reina y carros alegóricos y fogatas y bailes en la arena, Flora, vestida como la flor que era, llevó al profesor a bailar con ella. De madrugada él la llevaría a su habitación. Allí la despojó de toda su ropa, la besó de punta a cabo y ella le devolvió la mano con todo su cuerpo. Haciendo uso de ese código universal que nunca falla, el lenguaje todopoderoso del amor, dedos y labios y pieles y pelo se acercan y se alejan haciendo parecer que dos personas que jamás se han visto tengan la ilusión de haberse conocido la vida entera y hasta otras vidas pasadas también.
Ahora tomaban juntos el desayuno y Flora le contó todo lo que era contable en la vida de una mujer como ella. Él habló de viajes, de sus clases, de su insistente soltería que lo tenía viviendo junto a su madre anciana en el pequeño pueblo del sur alemán donde había nacido y vivido siempre. Ejercía como Doctor en la Cátedra de Literaturas Románicas.
Desde entonces, cada noche el mismo ritual. La habitación de Herr Professor se había convertido en un templo para el amor. Bebían champaña y devoraban sin piedad todo tipo de frutas marinas que se pasaban de una boca a la otra para sazonarla con sus propios sabores a hombre y mujer desbordados e intensos. Por eso cuando Herr Professor sugirió cambios para la vida de Flora, ella aceptó sin pensarlo un segundo.
Desde la isla iniciaron la travesía del regreso en el mismo barquichuelo que los había llevado hasta allí. Tomaron el bus que los esperaba para desandar el laberinto de senderos hacia la cumbre donde tomaron la avioneta para regresar a Santiago y desde allí, tal como lo habían planeado: un breve paso por la casa de Flora a buscar sus cosas, dar aviso a los parientes, a la directora de la revista, que se iba, que se iba para siempre, Herr Professor el amor de su vida. En el aeropuerto abordarían el avión que se los llevaría a la nieve y al invierno pleno, pero en cuanto pasaran los fríos, irían, se lo prometió, a Venecia, recorrerían Alemania de punta a cabo, y Austria. Del brazo de Herr Professor, Flora Floral recorrería ciudades y países que casi no alcanzaba a ver desde su imaginación alucinada de tanta felicidad.

—Todo igual pero al revés —comentó divertido el piloto cuando vio subir de la mano a quienes había despedido un mes antes como los dos perfectos desconocidos que eran.

—Todo distinto —aclaró Flora muy seria, mientras los ojos de Herr Professor iban y venían de uno a la otra enredándose en las entonaciones de ese diálogo. —Tal vez nos casemos, tal vez no, pero hay que vivir lo que haya que vivir.

—¡Qué audacia! Ojalá que tengan suerte —dijo el piloto mientras se acomodaba frente al aparataje imposible del comando de vuelo lleno de luces y señas que solo él entendía.

El intenso ruido del motor molestó los oídos de Flora y abrazó al hombre que quería como el compañero para toda su vida, besó sus mejillas, mientras acariciaba sus rizos dorados, y él la miró con una dulzura imposible de describir. Quizás habría que detenerse en las pinturas de ángeles o vírgenes del Renacimiento para entender un poco esa mirada que sería la última, porque la avioneta se perdió en el cielo donde se habían conocido Flora y Herr Professor a miles de metros de altura cruzando el océano, donde el piloto que tenía más horas de vuelo en el cuerpo que una bandada de ángeles, perdió el rumbo o lo encontró para siempre en esa masa azul que eran el cielo y el mar, el mismo paraíso, el lugar de origen que había buscado durante toda su vida, el único lugar que Flora y Herr Professor no se habían prometido conocer.

domingo, octubre 22, 2006

CELOS QUE MATAN PERO NO TANTO



CELOS QUE MATAN PERO NO TANTO

Dedicado al Doctor Vicious

"Hombres de mala ley, animales de mierda
que nos son capaces de hacer nada que no sean desgracias".
García Márquez.

Ya había visto sus ojos en los tuyos
que no me miran que se mueren por verla.

2
Era un desliz definitivo.
Desde un bolsillo de secretos
un nombre de mujer
tu letra un número
la prueba final en la estructura mítica del héroe
-consultar Villegas, Juan- ¬desde el bolsillo
esa mujer
ese cuerpo de tus delitos.

3
Mañana marcaré ese número.
Repetiré la operación hasta dar con esa palomita.
Pienso decirle menos cosas de las que pienso.
Pero a ti, te lo advierto
nos encontraremos los tres y sean cuales fueren los resultados
te lo prometo
aquí va a haber un muerto
habrás un muerto en la familia
querido mío.

4
Como ves
o como no ves
estoy pendiente de ti.
Estoy el colmo de ti.

5
He aguzado el olfato
para husmearla mejor en tus camisas
en los jardines de tu pecho.
Si captaras la sutileza de mi oído
qué magnífico espectáculo
pegado a las puertas
el ojo a las cerraduras
como el náufrago a su tabla
y todo el océano para él solo.

6
Todos mis sentidos alerta pueden reconocerte
a una distancia de metros
bajo una niebla de película
en pleno centro de Santiago
a las doce del día en medio de la gente, animal.
Todos mis sentidos alerta.
Dije todos menos el sentido del humor.

7
Cuídate de mí, maldito, porque te amo.

8
Más vale que te cuides.
Tú sabes una caída en la ducha
esas son caídas fatales me entiendes
un remedio de más o equivocado te fijas
un accidente casero cualquiera tiene en la vida
arreglabas un enchufe y ¡oh, sorpresa, Fiat Lux! me comprendes
o el cuchillo de cocina guardado adentro de la cama
o el gas lento pero seguro no olvidemos.
Por eso, cuídate mejor que te encuentre confesado
oleado sacramentado y todo si te descubro amadísimo héroe.

9
Te acaricio te araño con táctica felina
porque estás mintiéndome
porque te juro lo sé todo
aunque no digas ni pío.

10
Tardaría la noche entera enumerando
los espantos que te haría
si se confirman mis según tu miserable opinión–
infundadas sospechas.
No tienes idea la de horrores que soy capaz
mi vida
la infinidad de maleficios que prepararía en la cocina
hasta dar con esa pócima
que te pusiera fuera de combate.


11
En esta guerra sangrienta
las matemáticas están claramente de tu parte
yo soy una y una no es ninguna.
Ante una ventaja así no cabría más
que deponer esas armas con las que no cuento
y saludarlos con mis mejores deseos:
que sean tremendamente infelices que se pudran.
Quiero que reciban periódicamente
a la cigüeña cargada de imbunches
que no falten al himeneo las reinas de la muerte,
las parcas de infalibles tijeras
¡Oh, Mnémesis
diosa fantástica de la venganza.

martes, octubre 17, 2006

Despedida a Gonzalo Millán

Para despedir a un poeta

Mi bisabuela le decía a mi abuela, mi abuela a mi madre y mi madre a mí, que cuando moría algún miembro de la familia, entonces nos preparáramos, porque antes de terminar el año, se llevaba a dos más con él.
Pero este 2006 dejó le pelería. Año del exterminio. La guadaña no dio tregua. Por deformación profesional paso lista: Stella Díaz Varin, Eliana Navarro, Juan Godoy, Tristán Altagracia, Sonia Guralnik. Y ahora tú, Gonzalo, mi maestro de la autobiografía.
Durante la madrugada que iba desde el viernes al sábado cerraste la puerta por dentro. Los días previos, estando en plena primavera de pólenes santiaguinos, llovió descaradamente y además hubo dos temblores que agitaron la tierra. Dije que me parecía extraño. Ahora entiendo: el cielo preparaba la escenografía para la llegada de Gonzalo Millán, el más joven de la Generación del 60, que ahora se encuentra aquí casi en pleno, despidiéndote.
Ya se sabe, los poetas tenemos dos familias, esa donde llegamos sin tener arte ni parte, y la otra, la que podemos elegir. Y hemos elegido a la de los poetas. También estamos nosotros, los poetas de los 80, los NN, ¡Con qué nombre tan exacto diera Jorge Montealegre para nuestra generación!
Hace uno o dos meses, Gonzalo, me dijiste que de algún modo sentías un privilegio esta enfermedad con tiempo reglamentario, como en el fútbol; que te permitiría poner tus cosas en orden y dar forma a tu libro Veneno de escorpión azul; el diario de tu via crucis, pensé yo.
¿Cómo será esto de morirse? ¡Qué huevá tan rara! Me produce tanta curiosidad, pensabas en voz alta, con ese registro extraño que tenías y que te impidió decir frente al país, por televisión en directo, pero sobre todo en vivo, algunas palabras, cuando te entregaron el Premio Altazor, el pajarraco ¿Te acuerdas de esa noche, cómo gritábamos y aplaudíamos con la Mané cuando dijeron que tú eras el ganador? Winer, winer, gritábamos con la Mané, que te cuidó tanto y tanto ha llorado y tanto te ha amado.
Gonzalo, tal como en el cuento del Príncipe Feliz, ya pasó por aquí el ángel enviado por el mismísimo Dios Padre, a buscar tu corazón para entregarlo como la joya más grande que encontrara en la tierra.
Lamento, el sábado, no haber alcanzado a llegar para abrazar tu cuerpo muerto. Tampoco podré besar tu noble calavera, pero cada vez que leamos tus poemas, Gonzalo, tú renacerás de las cenizas. Y también, cada vez que dos o más nos reunamos en tu nombre, ahí estarás tú.
Le dije a Tomás, ayer en la mañana, quizás para consolarnos, que ya habías llegado al cielo, sin hacer ninguna escala, y que seguramente estarías encendiendo un cigarrillo, porque ahí no hay cubículos sellados para fumadores. Agregué que ya estarías sentado a la mesa del gran banquete celestial que Dios prepara a los poetas. Pero a Tomás le salió del alma, que a él, mejor lo mandaran al infierno, no quiero ver más a ningún poeta. Caso cerrado.
Ahora, Gonzalo, descansa un rato, porque han sido muy duros estos meses. Pero mañana te pones a enseñarle a los ángeles a escribir sus autobiografías, las que por cierto, han de ser más interesantes que las nuestras.
Ah, y por favor, dale mis saludos a don Alonso Quijano y a Julio, el cronopio.
Te escribí un e-mail a zonaglo@elcielo.com pero me rebotó: tal vez alguna errata. Después lo he pensado mejor, y le voy a pedir a Floridor Pérez que me dé las señas de Pedro Urdemales para enviarte una carta manuscrita con sello de correo y todo, antes de que hasta eso se termine.
Espéranos en el cielo, corazón, no te muevas de ahí, verás que serafines y querubines son buenas personas.
Adiós, Gonzalo, o más bien hasta pronto, ya sabemos que este cuento termina rápido.
Amén.

Teresa
22 de octubre de 2006
Cementerio General de Santiago de Chile
Crematorio.

viernes, octubre 13, 2006

CRONICA

(Tributo a Rodolfo Valentino, Video: Aaron 1927)

CRÓNICA

No tengo hogar, no tengo mujer que me ame desinteresadamente, no tengo hijos y tampoco tengo un amigo sincero. Sólo tengo un perro que me amaría aún si yo no fuese quien soy. He equivocado el camino, soy un fracasado. Me siento terriblemente solo y prisionero de un personaje que me sofoca.
(Rodolfo Valentino en una declaración poco antes de su muerte).

El viejo mundo reaparecía
Y aguzaba las armas para entrar en la segunda guerra.
Los enviados celestes sermoneaban desde el púlpito
contra el desenfreno del Tango – la octava plaga-
que empezaba a propagarse en la Sodoma del turno.

Fue entonces cuando asomaron
en el imponderable telón de Hollywood
unos ojos de almendra,
un par de intensos ojos asesinos
garantía de salvajes relaciones.

De villano exótico a galán de tomo y lomo
dispuesto a no dar tregua a las fantasías eróticas
de ensolimanadas lánguidas damas,
el Sheik había traspasado las fronteras de la ficción.

Su exuberancia lujuriosa causaba estragos
entre jovencitos de modales ambiguos
ataviados de pedrería a imagen y semejanza del astro.
Se instalaron sin miramientos
en un dancing exclusivo. Era Chicago del 26.
Sus detractores-cuentan las crónicas-
arguyeron toda clase de raciocinios
especulando que la fascinación ejercida
configuraba un carácter netamente feminista.

En tanto, la seducida muerte afilaba sus cuchillos
y en un rapto de celos lo hirió a mansalva.

Treinta bellas aseguraban su embarazo indiscutible.
Pola Negri salía de un desmayo para caer
sin consideración en el siguiente
y una docena de hermosas cruzaba el Aqueronte
disputándoselo.

Las que quedaron medio vivas medio muertas
se asociaron al Club de Viudas de Rudy.

Quién más, quién menos lloraba a Juan Gallardo,
a Julio Desnoyers, al espléndido príncipe persa
en los funerales de la centuria
que traían más gente que el presidente Lincoln
según lamentaba un comentarista neoyorkino.

Quince Camisas Negras fueron enviados
como guardia de honor junto al féretro
por un Mussolini que esgrimía a Valentino
como aquel que había hecho más
por el acercamiento entre Estados Unidos e Italia
que generaciones de diplomáticos.

Ahora, muerto de veras,
iluminado por otros reflectores,
el mundo despedía para siempre
al de los ojos de almendra,
intensos ojos asesinos,
villano erótico, latino agresivo
garantía de salvajes relaciones.
¡Ay, Rodolfo Valentino!
descendiente directo de los dioses,
hijo dilectísimo de Júpiter.

martes, octubre 03, 2006

VIVIRÉ EN UN JARDÍN


















(Imagen: Wu Jian)


Viviré
en un jardín o un huerto
como el de la infancia
donde bastaba subir a un árbol
para ver el mar
o descubrir en pleno vuelo
a la mariposa de los sueños.

domingo, octubre 01, 2006

IMÁGENES ROTAS





















("El rapto de las sabinas", Picasso)

IMÁGENES ROTAS

La vida:
Gran laboratorio de la muerte
Plagado de tristes ratas.