sábado, enero 20, 2007

Anuario 1972

Las que íbamos a ser reinas


¿Qué se ficieron las damas,
sus tocados, sus vestidos
sus olores?
¿Qué se ficieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se fizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se fizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

Jorge Manrique



En el anuario de 1972 que publicaron en mi colegio, yo no aparezco porque me habían echado con viento fresco las malhadadas monjas, y tuve que irme relegada al liceo. Pero aparece mi amiga Cecilia Hernández. Nos decían las comadres y nosotras nos tratábamos de usted, si me hace el favor. Después de usted, comadre.
Vengo llegando de Licantén: pueblo chico infierno grande decía la Ceci, hija predilecta de un juez civil, a comienzos de marzo haciendo su entrada triunfal cuando volvíamos a clases. O bien era probable que dijera:
Grandes vacaciones las que he tenido. Me lo pasaron muy bien en Achao Chiloé.
Y yo tenía que agregar:
-Pero, en cruz, para que no fuera pecado.

Me iba entregando capítulos en la misa de los primeros viernes, que las monjas mandaban hacer en el mismo colegio, en la capilla grande, donde según las internas, penaban; una monja muerta joven se aparecía al atardecer. Nadie la vio jamás, pero todas conocían a alguien que la había visto con ropa blanca y rapada, alma abandonada, rondando en la capilla.

Ahí mismo comenzaban los ataques de risa y las monjas creían que estábamos endemoniadas o éramos las endemoniadas, mismísimas hijas del mal. Nos miraban como asesinas porque pasaban meses sin que nos paráramos a confesarnos o a comulgar, y nos divertíamos con la cara de santas en éxtasis de nuestras compañeras camino al altar en busca de la Santa Comunión que no se podía masticar. No hubiera sido de señoritas andar mordiéndole el cuerpo a Jesucristo: un brazo, una pierna, la otra mejilla... ¡Qué sé yo!

Seguro que están en pecado mortal estas muchachas, sendas manchas negras en el alma. No sé cómo se las van a borrar, no hay penitencia suficiente para ustedes.
Ya no sacaban nada con llamarnos a los apoderados, porque los apoderados no hallaban qué hacer con nosotras.

Era el tiempo en que todo nos causaba risa, los moños de las profesoras, las carteras de las profesoras, las faldas de las profesoras, las piernas de las profesoras, las profesoras. Tanto adulto con su frase favorita: no van a llegar a ninguna parte.

La sotana de los curas, el cura que atravesaba el patio de los limoneros, sagrario en ristre, y un sacristán agitando la trilogía de campanitas de oro. Su paso nos obligaba a caer de rodillas al suelo donde estuviéramos: un dos tres momia es, en el baño, en la sala, donde fuera, al suelo se ha dicho, respeten al Señor que va pasando. No van a aprender nunca estas muchachas, caramba.

El colmo del deleite, la voz aguda y tiritona de las monjas:
iOhhhh, Marííííííía, madre míííííííía, ohhhh, consueeeeelo del mortaaaaal. Sagrado alimento para nuestros afanes imitatorios en pleno acto litúrgico.
Las feas del Sexto B, las negras bigotudas del Cuarto C, la vieja chancletuda de la cocina. Los dolores de ovarios que dejaban la mortandad en el colegio, las mocosas lloronas del kinder, la cacha de la espada, la pata de la guagua.

La Madre Superiora y la mamá de la Madre Superiora que vivía ahí mismo y se pintarrajeaba hasta los codos para vender berlines y empolvados en el kiosco. Daba crédito, eso sí, no faltaba más, y anotaba todas las deudas en su memoria.

Cuando la diabla propuso que le pagáramos con la plata que los fieles dejaban en la caja de las ofrendas a la entrada al colegio, yo sufrí mi único ataque de cordura.

No, le dije.
Si era una broma, me contestó.

Cuando no teníamos plata que era casi siempre, aplicábamos la estrategia number one. Se trataba de entrar a la sala habilitada como "el negocio de la vieja" durante los recreos y pedirle a la señora madre de la Madre Superiora que nos indicara el precio de algo que le mostrábamos con el brazo extendido a sus espaldas. En cuanto se daba vuelta, poníamos nuestras manos prestidigitadoras a disposición de calugas quiebradientes, manjares enfermos de añejos o su loco cuchuflí, y nos íbamos con el botín, después de agradecerle a la señora, la molestia; asegurarle que íbamos a buscar la plata y volvíamos, que nos reservara dos, y reforzábamos la solicitud mostrándole dos deditos cada una. Pocas veces regresamos por los encargos.
Si eso fallaba, poníamos en práctica la segunda parte de la estrategia. El "plan kinder" consistía en apersonarnos donde las niñas chicas cuando andaban corriendo por el patio y quitarles la colación. Panes con manjar, frutas, queques; todo lo que se pueda soñar salía de los bolsillos de las niñitas. Hasta que fuimos sorprendidas y llevadas al paredón. Como buenas gatas de campo tuvimos varias vidas.
Era el tiempo en que todo nos hacía felices, dichosa edad dorada.
El desiderátum era sentarnos en la última fila de la sala a conversar y conversar y conversar. Y reírnos y reírnos y reírnos. Nadie más felices que nosotras con nuestra amistad, las licenciadas en horas libre, las magister en recreo, doctorándonos en nuestra juventud y la insolencia de toda la vida por delante.
Vamos pasando la lista.
Monroy, Laura, la lora, dominada por su hermana chica, una pendeja prepotente. Su casa, las primeras fiestas con baile, música de Adamo y Rafael, Sandro y The monkees.

Nosotras, las chicas de las monjas, temblando en los brazos de los hermanos de las Aldunate y los hermanos de la Rossy, "jóvenes mozos estupendosos" que llegaban como vigilantes, pero al cabo de unos bailes olvidaban su misión y se dedicaban a ellos mismos y a las chicas malas que no llevábamos guardaespaldas ni guardianes de ninguna otra parte de nuestros cuerpos frescos, graciosos y gentiles.

Torrealba, María Soledad, dientes de conejo, buena como ella sola, la única rubia teñida del colegio con chasquilla oxigenada que escarmenaba durante toda la mañana.

Qué se fizo la Ceci y las niñas de las monjas qué nos fizimos.
La Juani con mamá en Rancagua, feroz departamento de soltera en la calle Dieciocho, buena para andar en taxi y dar consejos. Era su propia apoderada, se creía madura, pololeaba que era un gusto y se lo fumaba todo.

De guata, todo el curso entre las tablas de madera de la sala buscándole los lentes de contacto a la Juani. No era muy estupenda, pero como vivía sola, todos preferían pololear con ella.
Qué habrá sido de ti, Solivelles, Ximena, Sol y Bella, Ximenita, etérea como el Ángel de la Guarda. Apenas desplazaba el aire al caminar, todo lo impregnaba con su perfume de paraíso, la más aplicada del curso, la niña modelo. Entendía matemáticas y hacía las tareas, no como nosotras con mi comadre, el cuatrito apenas, a la rastra de año en año, de curso en curso.

Con la Ceci nos repartíamos el trabajo. Yo leía los libros y le daba los resúmenes. Ella me soplaba en biología, hacía dibujos, trabajos manuales y bordados para dos.
Juntas pirateábamos el estudio ajeno con unos ojos muy bien entrenados que se nos ponían curvos tratando de copiarle a las mateas durante las pruebas. Teníamos contraseñas, frases claves, golpes en la mesa, piernas brazos cuellos. Nos tatuábamos con la materia: fechas, lugares, nombres, fórmulas químicas y matemáticas.

Te acuerdas, Ximena, cuando danzábamos en las fiestas del colegio vestidas de tules y muselinas, lentejuelas y mostacillas, zapatillas de raso. Te juro, Xime, yo te veía despegar del suelo a la menor provocación de los acordes, como un hada verdadera interpretando el Cascanueces o el Lago de los Cisnes. Habrías podido concedernos cualquier deseo.
Una de tus mejores amigas la Besmalinovic, Isabel, buenamoza y buena para la historia de Chile y tomarse la palabra, la chiquilla. Casi se nos murió en Tercero Medio cuando se descrestó con su pololo en una moto que buscaba su destino.
Y la Delfina Millán y sus nueve hermanas. Fina, delfina, tranquila y silenciosa. En todos los cursos del colegio había una niñita Millán, cuál más responsable y aplicada que la otra.
Qué habrá sido de Zúñiga, Isabel y su alergia nerviosa. La hubieran visto cómo se rascaba hasta sangrar durante todas las horas de clase y los recreos, uñándose la piel como si tocara castañuelas en su cuello, a dos manos, mientras los ojos se le iban achinando durante la mañana.

El pelo negro y liso de la Pati Pedraza, del mismo largo del uniforme, aparecía antes que ella, puntualmente, por la puerta de la sala. Con el uniforme demasiado planchado, cero arruga, camisa impecable, zapatos ídem y sus accesos de tos cuando la sometían a la ignominia de la interrogación oral.

Y la Teresa Calderón, qué. Techi, para los amigos. Permanecía largo tiempo mirando punto fijo, boca abierta. Hablaba poco y se ponía roja. Le gustaba leer adelante y parecía siempre triste hasta que conoció a la Cecilia. Se lo pasaba en malla de ballet ensayando esquemas de gimnasia. Llegó a Quinta Preparatoria, venía de La Serena y decía shansho. La madre Isabel comentaba que así decían la ch en La Serena, que ella también venía del norte pero ya había aprendido a decir chancho.

Diga chancho, Teresa.
Shansho.
Chancho, repita.
Shansho.

Yuric, Margarita escapóse colegio una mañana. Crisis aguda, buscar pololo, aclararlo. Tal Pato habríala engañado en fiesta fiebre sábado en la noche. Primero haberla despachado temprano a casa pretextando enfermedad estomacal severa, él iríase a dormir. Se supo todo, mi comadre también haber bailado misma fiesta. Fin de Pato. Al agua.

Si este mundo es un pañuelo decía la Ceci. Y lo que es, yo, por ningún motivo le tapo nada a un hombre. Las amigas están primero. No llores, Maggie, los hombres no valen la pena. Hablaba la voz de la experiencia
Desde entonces, Yuric, Margarita, en venganza, pierna arriba, última fila subiéndose el uniforme para incomodar al padre Sebastián que no se incomodaba con nada. Uno de los pocos hombres que se veían en el colegio era apodado el ovni: objeto varonil nuevo identificadísimo, junto al viejo de física, al de química, al de castellano que por tratarse de mi pariente cercano estaba eximido de participar en el ranking.

El aseador también tenía sus admiradoras, nunca le falta Dios al creyente, porque a los 12 a los 13 a los 14 a los 15 a los 16, no hay atutía, estrógenos y progesterona unidos realizaron su difícil juventud, hacían el bien sin mirar a quien, no discriminaban edad, raza, religión, partido político, sexo, sí, a veces. La naturaleza no perdona y cualquier hombre resultaba atractivo con un poco de buena voluntad, porque nosotras también mirábamos con los ojos de don Quijote a Maritornes.

Una vez por semana llegaba el padre Sebastián. Un ángel negro en una moto negra acelerando por las calles. Vestido de oscuro, se suponía que era un sacerdote por el cuello blanco y la cruz. No sé en qué bendita hora estuvieron las monjas que el diablo las pilló volando bajo y abrieron para Sebastián las puertas del colegio. Varias pasamos a pérdida por el padrecito aquél: quisimos ser Camila O'Gormann, padre Ladislao, me muero de amor.

Renovado por su cuenta y riesgo antes de tiempo, sin el pase del Vaticano, tenía muy clara su misión con estas ovejitas descarriadas de la Viña de María. Después de poner el casco sobre la mesa, encendía un cigarrillo (también nos permitía fumar sin que lo supieran las monjas) y empezaba a hablar. Platón y Aristóteles daban vueltas por la sala. Lo que hayan dicho o dejado de decir esos cadáveres ilustres, nos entraba por un oído y nos salía por el otro. Sordas y mudas mirándolo, Sebastián de Dios, angelito del cielo, nos había autorizado a llamarlo por su nombre, nada de Padre, languidecíamos las 40 alumnas del curso, las 40 ladronas, por este hombre caído del cielo con su ábrete sésamo que nos lanzaba a la estratósfera los jueves de doce a una y media.


Joven e inteligente, morenazo y precioso, hablaba de las voliciones boliciones, decía la Cecilia, de bolas.
Siempre le buscábamos pareja, padre Sebastián. La monja tal o la monja cual. Cualquiera de nosotras, padre. Alejandra Pérez, Cecilia, Margarita, Teresa subiéndose el jumper, mostrándole los calzones, padre.

Cualquier mujer estaría dispuesta a hacerle el favor, oiga, curita, le dijo alguien del curso a quien no quiero delatar aquí. Y usted se puso rojo, padre. Pero Dios sabe, comprende y perdona. Venía el tiempo de Palomita Blanca, la marihuana, los atraques con tutti, la desfachatez, la insolencia y el desparpajo. Se avecinaban otros tiempos para las mujeres del mundo.

La Alejandra Pérez, flaca acelerada, nos mató el punto a todas.
Sale usted o salgo yo de esta sala, dijo Sebastián
Salga usted, contestó ella. Yo no quiero.
Y usted partió enojado a acusarla y tuvimos que ir corriendo a pedirle perdón entre todas; le rogamos que volviera a hacernos clases.

La Alejandra Meza y la Patricia Torres, inseparables, rubia lisa y morena crespa, la alta y la baja, flacas como debía de ser, mateas como ellas solas. La Patty que en su enredo de rodillas vivía en el suelo y aterrizó en todos los rincones del colegio desde que entró al Kinder con la Monito hasta que salió del Cuarto Científico. Típico que nunca sabían nada antes de las pruebas y siempre se sacaban un 7 que recibían como si fuera una gran sorpresa.

¡Oh! Nosotras jurábamos que nos había ido pésimo. Si no estudiamos nada. ¿Cierto, Ale?
Cierto, Pati. ¡Qué suerte tuvimos, ah!

La Isabel Godoy decía “o sea” por todo y un día apareció con moño para siempre. Elegante, según ella.
Y la Erika de Chuquicamata con arañazos de cobre en las mejillas.
Todas íbamos a ser reinas. Pero fuimos apenas carne de cañón, polvo al polvo. ¿Regresaremos? Tantas ovejas negras.

Mis compañeras de curso, tantos años con sus frases típicas y sus regalos útiles, la amistad a toda prueba, la juventud, la felicidad, interrumpida, a veces, por la miss María Eugenia de inglés, la gallina, la vieja más apestosa de todos los colegios que la vieron venir.

Gran Avenida. Paradero 9, esquina de los héroes del Claretiano y el mes de María con intercambio de pastillas rojas transpiradas entre las manos temblorosas al momento de recibir la comunión, el único instante supremo en que podíamos acercarnos hombres y mujeres, mujeres y hombres. Señor, yo no soy digna de que entres en mi morada, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Terrible enfermedad que padecíamos por un pecado tan poco original y no teníamos idea. Tanto persignarse, golpearse el pecho, pedir perdón por algo que no habíamos hecho. Que le cobraran la cuenta a Adán y a Eva, caramba.

Venid y vamos todos, con flores a María que maaaadre nueeeeestra eeees. Las hijas de las monjas y los hijos de los curas unidos, riéndonos en la fila, mientras el corazón perdía la virginidad en la caverna lujuriosa del pecho, detrás del olor a nardos y azahares, a espaldas del amor a Dios y a nuestros hermanos. La mayor ofrenda que se podía poner a vuestros pies. Oh, María. Y esas flores cuya frescura y lozanía jamás pasan, las que vos seguís apreciando en vuestras hijas.

Los ojos vigilantes de la madre Isabel y los ratoniles de la madre Marta que hablaba de Cuba, no recuerdo si para bien o para mal, si para abril o para mayo, y nos tiraba de las patillas hacia arriba, tortura china, patillas si no comes, patillas si no estudias, patillas si levantas la voz, patillas porque bogas, patillas porque no.

Monjas que nos trataban de mal elemento, nos decían, rebeldes, como si dijeran, mala, bruja, tiñosa, a la hoguera las comadrejas.
Se les había puesto entre ceja y ceja a las Madres del Sagrado Corazón de Jesús, la idea peregrina de que éramos líderes negativos no negativas y otras del mismo calibre que no le hacían mella a nuestra siquis, desubicada según ellas, ubicada a más no poder para esta vida, sentíamos nosotras.

Y la Zaida Moyano, mejillas rojas tipo Heidi, voz ronca, pelo negro, hacía una risa con eco, oh, oh, oh, cada vez que los profesores decían chistes fomes o repetidos.

¿Dónde estarán mis amigas? ¿Dónde se metieron esos años? ¿En qué vericueto del tiempo estamos todavía, muertas de risa, abiertas a la vida completa por delante para que todo vuelva a repetirse? ¿Ah?

¿Dónde estaría la Divina Providencia cuando salimos del colegio? Abandonadas por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. ¿Por qué, por qué? Triple salto mortal con redoble de tambores y pasamos a 1973.

De ahí en adelante todo lo que ya se sabe. Crecimos de Golpe y Porrazo. No fuimos reinas, pero nos hicimos mujeres. No fuimos jóvenes para siempre, pero aprendimos a palos cómo hacernos adultas y pasamos capeando el temporal de esos años negros que se nos vinieron encima, cada cual su temporada en el infierno, sinopsis del Apocalipsis.

Las ilusiones se fueron al diablo, y sin entender muy bien lo que pasaba, nosotras las que íbamos a ser reinas, salimos expulsadas como bestias del Paraíso.


Con el recuerdo y el amor a mis amigas:

Cecilia Hernández, Secretaria.
Alejandra Pérez, Abogado.
Ximena Solivelles, Médico.
Margarita Yuric, Reflexóloga.
Alejandra Meza, Arquitecto.
Patricia Torres, Parvularia y Mamá con mayúscula.
Laura Monroy, Voluntaria de la Cruz Roja.
Delfina Millán, Químico farmacéutica.
Isabel Besmalinovic, Profesora de Francés.
Y al Padre Sebastián Navarrete.


(Del libro: "Vida de perras", Ed. Alfaguara, 2000)

martes, enero 16, 2007

Veranos y Nostalgias

Para Fortunata, Grandchester, Marga, Lila Magritte, El caballero de la rosa, Colombine y King Lear, off course
























PARA NO CONFUNDIRTE

Para no confundirte con el sol,
Con el destello que ahonda tu mirada,
Para no confundirte
y confundirme
te puse un nombre
para llamarte hombre
entre los hombres.



MAYOR CUANTIA

Tu olvido me araña el rostro.
Indago en el recuerdo.
Sólo acude una vieja
carta doblada
como yo por el dolor.



MONOPOLIO

Miré hasta el fondo de tus ojos,
hasta el fondo verde de tus ojos miré,
hasta el fondo verde de tus ojos verdes.

Y tan hondo en tus ojos fui
que ya no sé qué miro
cuando me miras.



PROYECTO ALTERNATIVO

Mi conciencia me dejó
para seguirte.
Se arrodilla ante las voces
que se parecen a ti.



EQUÍVOCO

Ya no sé
si lo oscuro es de esta noche,
del miedo que le tengo
al recuerdo de tus risas,
o si es tu ausencia solamente
el oscuro suceso de esta noche.


(De: Causas Perdidas, 1984)

domingo, enero 07, 2007

La catástrofe

A Thomas Harris, mi poeta, mi amor

Vivíamos en Emilia Téllez con Coventry o Hamburgo, esquina del narcotráfico y de los bares de muerte lenta que frecuentaba Rodrigo, y del negocio del chino que nos surtía de manera ilegal, sin la correspondiente patente de alcohol.
—Tengo una petaca —le decía a Rodrigo, cuando lo veía transitar por las mañanas muy temprano azotado por los temblores de la abstinencia.
—No tengo ni uno —respondía Rodrigo, encogiendo los hombros, gesto que le hacía temblar aún más, las manos y la barbilla.
—No te pleocupe, amigo, paga después otlo día que viene con tu señola.
Rodrigo se daba vuelta los bolsillos de los pantalones raídos que usaba de día y de noche: que el chino no fuera a creer que teniendo plata no quería pagar la botella de Control 35 grados a la sombra, con que nos dábamos latigazos los fines de semana, feriados, fiestas de guardar y hasta miércoles para que no se alargara tanto la semana.
Era una barrio triste, sin embargo, Rodrigo y yo éramos demasiado felices en el departamento arrendado en el 4 piso sin ascensor.
Era el 2 de mayo. La mañana había amanecido gris y levemente lluviosa. El día anterior había terminado de pasar dándome un trabajo enorme, porque tuve que trasladar a Rodrigo desde la clínica donde los cirujanos asesorados por magos y ángeles, le habían inventado un nuevo pie, tras la gran volada, desde nuestro dormitorio, el salto al desafío de las leyes de gravedad, con que nos quiso demostrar su inmortalidad el sábado anterior cuando abril, el mes más cruel cerraba la caja.
Rodrigo no se quejaba de dolor, no se quejaba de los tres meses que debería estar en cama sin cambiar de posición por el daño en su columna que pudo dejarlo en silla de ruedas y para que el pie pudiera restablecerse y el hueso perdido volviera a nacer como una cola de lagartija.
Rodrigo no se quejaba de dolor, ya lo dije. Rodrigo se quejaba suave y leve porque en su destino no estaba aún abandonar este mundo y este mundo sin alcohol se tornaba en espacio inhabitable. Rodrigo: alcohol nunca más en su vida, entonces Rodrigo no deseaba la vida. Estaba ahí, solo, con su enorme y desolada decisión. Y estaba yo con un inmenso amor, tan inmenso como mi inocencia de pensar que con puro amor yo podría salvarlo o ayudarlo a salvarse.
Después de almuerzo, la lluvia se volvió insistente. No teníamos teléfono y sólo estábamos Rodrigo, la lluvia, yo y una niebla gris sobre los techos de los edificios: una niebla tan triste, yo no sé, que se me metía en el alma, mientras Rodrigo en la cama, nuestra cama, que conocía todos nuestros secretos, ahora era la visión de la tumba que lo hacía murmurar con amargura: ¡por qué mierdas sigo vivo!
Yo miraba por la ventana del comedor cómo caía la lluvia. Era incapaz de todo, excepto de observar el gris de las cuatro de la tarde, cuando la lluvia ya era un manantial incontenible corriendo por Emilia Téllez con un ruido infernal: un agua café arrastraba piedras, palos y animales muertos. Emilia Téllez, quién habrá sido esa señora Emilia Téllez que prestaba su nombre para una calle de pesadilla cuyas aguas empezaban a entrar en los primeros pisos del condominio.
Corrí al dormitorio y le grité a Rodrigo que alcanzaba a escucharme desde la lejana somnolencia en que lo mantenía la medicación del siquiatra:
—Mi amor, el agua sigue subiendo. Ya va en el primer piso. No se ve gente en la calle, el agua está empezando a mover los autos estacionados afuera.
Rodrigo no era Rodrigo, Rodrigo era un cuerpo que miraba fijamente hacia ninguna parte.
—Hasta trae piedras, mi amor, piedras grandes como rocas, capaz que la cordillera se esté deshaciendo.
Me miró sin verme. Traté de sonreír.
—Mi tesoro, es terrible, si pudieras ver lo que yo veo.
—Y si tú pudieras ver lo que yo veo, me dijo.
Me acerqué a abrazarlo fuerte para darle mi calor, mi necesidad de que estuviera vivo, porque yo lo necesitaba conmigo.
—Esto es terrible, —insistí —nos vamos a morir juntos, tan temprano, si ni siquiera nos alcanzó la vida parta construir el arca, mi amor, le dije y acompañé la lluvia con algunas lágrimas caídas como ángeles.
Me miró otra vez sin verme. Sus ojos bellos, sin amor, sin odio, sin esperanza, sus ojos vacíos, sin sorpresa, sin futuro, sus ojos por los que yo había aprendido a mirar tantas cosas.
Pensé en lamentarme de mi suerte, esa era mi tragedia, la misma de mis heroínas trágicas de novelas de poca monta y malos ejemplos, porque son falsos, y yo quería creer que podía ser cierto. Ni siquiera me daba el alma para sentir lástima o piedad de mí.
Nunca más habló Rodrigo. Abría y cerraba sus ojos llenos de pestañas mientras el agua seguía subiendo y la calle sonaba como el río Turbio del Elqui de nuestra infancia, la de Rodrigo y la mía, arrastrando todo en su caudal.
Nos había costado tanto comprar cada una de las cosas que teníamos: la mayoría eran regalos, muebles viejos. El comedor que ya venía de paso por varias casas. El estante frailero que mi hermana había dado de baja en Curicó se llenó de libros y adornos para la suerte, pequeñas macetas con plantas, algo que se pareciera a la vida. Y había cojines laboriosamente bordados por mí.
Y nos sentíamos felices: éramos tremendamente felices, yo lo tenía a él y él me tenía a mí. Vivíamos la plenitud del amor verdadero después de tantos fracasos y de idas y venidas por el tiempo, cada uno, con sus propias cruces.
Pero el agua siguió subiendo y yo tenía que rescatar algo, una sola cosa porque no íbamos a sobrevivir. Rescatar una sola cosa, de entre tantas posibles, no había tiempo, no había nada más.
Corrí por el departamento buscando el objeto preciso, algo que pudiera sobrevivir; algo que valiera más que los diamantes, más que todas las estrellas, más que todos los bosques con sus fragancias, más que todo lo que pudiera existir de valor en el mundo real o imaginario. Pero cómo te sacaba, Rodrigo, pesabas poco, pero mucho para mis estragadas fuerzas; eras un cuerpo castigado por el peso de tanta realidad.
Y no puede sacarte, mi amor, te perderías en el río de piedras entre los animales muertos y los trozos de madera. Y como no pude llevarte a ti, mi amor herido, mi montón de escombros, nada entre las sábanas, entonces corrí al lavadero y busqué la bolsa que me entregaron en la clínica con tus pertenencias: un jeans cortado con tijeras, manchado de sangre oscura, tan oscura como tu pena, nuestra argolla de ese matrimonio que inventamos juntos y un calcetín azul donde estaba el hueso perdido que tanto buscó el cirujano y su equipo, esa tarde de sábado en que llegué contigo; querían ese hueso para instalarlo en el lugar donde estuvo desde que nacieras, Rodrigo, amor mío, y que yo ahora me llevaba para siempre como un trofeo, arrastrada en el río Turbio de Emilia Téllez con Bremen hacia Coventry, hacia abajo, hacia el río Morado, sumergiéndome con el calcetín en alto, rescatando tu hueso pequeño y amarillento, como un diente de leche, buscando al ratoncito que seguramente no encontraría nada debajo de tu almohada.

lunes, enero 01, 2007

Thamár y Amnón




















Thamár y Amnón

A todos los amantes clandestinos porque estaban destinados a encontrase en algún recodo de sus vidas.

Thamár y Amnón habían nacido el mismo día a la misma hora y en el mismo lugar, de manera que no podía resultar extraña tanta imagen y semejanza, ni menos aún las señales de un destino común. Así lo delataba el mapa del cielo cuando ambos nacieron y todos sabemos que los mapas del cielo están ahí precisamente para no equivocarse jamás.
Sin embargo y a pesar de tanta coincidencia, no eran idénticos: Thamár era una niña azul y golondrina y Amnón, un jovencito prisionero de sus sentidos.
Amnón tenía la cabeza llena de ideas y Thamár, puros pajaritos y nidos de colores.
A Amnón le gustaban las matemáticas y a Thamár, resolver crucigramas y jeroflíficos a la hora de la siesta.
Thamár pensaba que el mundo estaba ordenado de acuerdo a una lógica que a ella le resultaba incomprensible y Amnón, como le habían enseñado sus padres, tenía la certeza de que solo sobrevive el más fuerte y que el tiempo cura todas las heridas.
Thamár sentía piedad por las alas de las mariposas muertas al despuntar sus vuelos y Amnón sobrevivía a un ardor intenso entre sus piernas cuando Thamár pasaba corriendo a su lado y agitaba al viento sus vestiduras de virgen blanca.
Thamár vio que el camino la estaba cercando y Amnón terminó de hacer lo que el destino había trazado.

Amnón... Thamár…
Tenían la sensación de estar tocando una punta de estrella perdida o naufragada hace siglos en una memoria colectiva del código de los amantes.
Porque eran iguales y distintos tenían que enamorarse.
Porque eran iguales y distintos entraron juntos en la cama una tarde de verano radiante. Juntos fueron el fuego y la luz. Juntos, tarde en la tarde y estallidos de sol. Juntos conocieron los misterios del origen y el secreto del placer que llevaban prendidos en la piel. Porque eran iguales. Porque eran el mismo, la misma, tan desnudos y dormidos con la muerte entre las sábanas, a la misma hora, el mismo día y en el mismo lugar, abrazados en el letargo de ese mapa dibujado en el cielo cuando nacieron el mismo día a la misma hora en el mismo lugar.