viernes, marzo 30, 2007

¿Era necesario haber nacido?


Mi intento suicida fue involuntario y lo desbarató en el acto la pericia del médico cuando asistió mi nacimiento y se encontró con que esta oveja descarriada traía el cordón umbilical enrollado en el cuello. No pudiendo lograr mis fines, produje un bloqueo en la tráquea, de manera que no era posible recibir alimento alguno.

Mi padre me habló en la cuna, me pidió que viviera, que probara. Tal vez valiera la pena.

No pude resistirme a sus peticiones. Sin embargo, el deseo de la nada era mayor, y a la edad de quince días, desarrollé una alergia generalizada a la piel que se me abría a la menor provocación, hasta que me convertí en una llaga sangrante.

Así, en carne viva, sangrando y llorando, fui obligada a vivir, con el gran argumento de que la vida pide la vida. Entonces me instalé en el único cuerpo que me dieron, para vivir lo que tenía que ser.



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La vida siempre es un sueño


Nací cuando madrugaba el 30 de marzo en la ciudad de La Serena. Mi carta astral dice muchas cosas, y yo callo ante la evidencia como callaba Segismundo prisionero en su torre a causa de la predicción de los astros. Tal vez algún día sea reina pensaba. Y lo fui en el magnífico castillo de Lear. http://kkkinglearrr.blogspot.com

Allí estaban el celoso, machista y enamorado King Lear, de su doncella Therese, El encantador Heraldo de Aragón, la feminista Cocinera Republicana, el audaz y temerario Caballero de la Dulce Rosa y el Rocío, la bella y dulce Cuidadora de Gansos, el maravilloso Bufón de la Corte, la notable Triministra de la Corte y Su Santidad El Cardenala.

Creo que entonces entendí en su real magnitud lo que había dicho mi carta astral y el verdadero significado de las Itacas.

Los quiero mucho y de manera especial a ti, Grandchester, iluminado ángel que inventaste un palacio virtual para que muchos sueños nuestros se pudieran cumplir.

martes, marzo 27, 2007

Halloween























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Primero pasaría por la bomba de bencina a llenar el estanque, revisar la presión de aire y los niveles del todo terreno. Después, tendría que ir a buscar a la Anabella a la punta del cerro donde se había ido a vivir desde que La Serena se había convertido en nido de veraneantes. Y de ahí, ta ... ta ... ta ... tán, Santiago.

Para variar tuvo que aceptar los comentarios no solicitados que invariablemente hacía el bombero a su aspecto físico. Además la tenía chata con esas miradas nada discretas que lanzaba hacia adentro del auto, porque a ella siempre se le subían las polleras y dejaban al aire esas piernas hechas a mano que todo el mundo le envidiaba.

-¿Otra vez de viaje, señora Tuti?

Sí, a ti qué te importa. ¿Te pregunto si tu mujer todavía te engaña con el jinete?

-Así es; otra vez de viaje, Juanito. Control médico, fijesé. La salud no me ha acompañado mucho este último tiempo.

Control médico... , cuéntame una nueva. Ésta no perdona; si aquí todos le conocen las historias. Creen que no las van a reconocer. Mi cuñado cuando fue a Santiago a buscar repuestos para su máquina, recorrido Coquimbo-La Serena, se encontró cara a cara con las locas, que se hicieron las que no lo reconocieron. Tremendos anteojos de mosca que se ponen para pasar de incógnito y se nota de lejos que son la Anabella y la Tuti, vestidas para matar.

-Que le vaya bien con el doctor, señora Tuti? ¿Y va a ir solita o con la señora Anabella?
Y a ti qué te importa, que te pagan por ser soplón.

-No, sola no. Estoy tan mal, Juanito... , no me siento en condiciones de ir sola. La Anabella, tan buena voluntad, siempre se hace un tiempito para acompañarme. Claro que como yo la acompaño a ella otras veces; en el fondo es como una vuelta de mano. ¿No cree, usted?
Vueltas de camero que les van a dar en Santiago al par de viejas putas.

-Clarímbamelo, vuelta de mano ... , usted lo ha dicho. Que le vaya bien; maneje con cuidado. Su jeep está impeque. Como la dueña, tenía que agregar, el roteque.

Hace tiempo que la Tuti venía pensando si Juanito, con ese tipo de comentarios, no revelaría una psicopatía sexual, un vicioso adicto, un acosador encubierto acaso. Lo tendría presente porque ella no le iba a aguantar patudeces a nadie. Tenía claro, por ejemplo, que las gringas denunciaban hasta por si acaso, y ella, no porque fuera chilena, iba a tener que aguantar todo tipo de juanitos. No, pues, no, no, no. La suerte de las gringas, que tienen tantas leyes que las protegen, no como nosotras.

Ella era mujer sola, sin embargo, estaba feliz con su vida. Se sentía súper chora. No tuvo que aguantarle mañas a ningún marido, porque eso sí que no. Y no tendría jamás problemas de plata ni la obligación de trabajar en nada. Desde que se había separado, el padre de sus hijos se llevó a los niños a vivir con él a Nueva York, y la dejó soltera, con casa, plata, perro que le ladrara, treinta y cinco magníficos años y participación en los negocios adquiridos cuando tenían contrato de sociedad conyugal.

Anabella estaba lista desde hacía media hora, pero ocupó otra media más en buscar los últimos elementos que la acompañarían, aunque fuera por un viaje de pocos días, mientras la Tuti, inquieta, esperaba en el auto tocando la bocina cada cierto rato, sin dejar de tamborilear con los dedos sobre el volante.

-Me imagino que no le habrás contado nada de nuestro viaje al saco de peras de tu marido -dijo la Tuti cuando la Anabella se aseguraba al asiento con el cinturón.

Juan Enrique no podía ver a la Tuti. La encontraba demasiado mala junta para Anabella, pero estaba amarrado de manos porque en una fiesta, estando medio copeteado, había empujado hacia el baño a la amiga de su esposa y ahí sobre las baldosas se condenó para siempre. Con tamaña desubicación, ahora ella lo tenía en la mano, podría contárselo a la Anabella cuando estimara conveniente y chao, pescao.

-No le dije nada anoche cuando me llamó desde Londres. Ya aprendí, Tuti, que no tengo que contarle nada más que lo estrictamente necesario. Él pregunta; yo respondo. Me contó que uno de sus colegas, un cubano, parece, había presentado unas especies de yuyos de mar que funcionan mejor que la silicona y que es menos peligrosa; me dijo también que la quiere probar acá en Chile, así que ya se siente como mago sacando conejos del sombrero.

Rumbo al sur del mundo, las Thelma y Louise de las carreteras de Chile cantaban las canciones de la Pantoja a todo chancho, se me enamora el alma, se me enamora, y la Anabella aprovechaba de fumárselo todo, porque su amiga no se enojaba como Juan Enrique si ella encendía cigarros en el auto o le dejaba restos de ceniza en los asientos y colillas en los ceniceros. Siempre alegando que ella tenía el olor a pucho impregnado en todo el cuerpo y que por eso ya no le daban ganas de besarla: casi como lamer un cenicero de esos que hay en la sala de espera del preparto.

-¿Eso te dice? Las patitas. ¿Y tú no le dices nada por el olor a desinfectante que tiene hasta detrás de las orejas?
-¿Y cómo lo sabes, Tuti?
-No hay que ser adivina, es obvio, si se lo pasa operando no va a oler a flores de Pravia.
-Ay, qué comparación más anticuada, te pasaste Anabella.

Al llegar a Los Vilos cumplieron con el rito de la tradicional parada a tomar cafe. La Anabella le contó a su amiga que estaba hasta la coronilla con Juan Enrique, que hace todo este tiempo que no pasaba nada entre ellos y parece que más encima le ponía el gorro con una vieja de cartón-piedra a la que el doctorcito le había arreglado hasta las axilas.
-No tengo ninguna certeza, puras sospechas nomás, Tuti, eso que le dicen intuición femenina.

Un viento helado soplaba en Los Vilos y les desordenaba los pelos de colores. El mar azul maravilloso de siempre golpeaba furioso contra el malecón. La Tuti, que siempre sale con sus sistitis en lo mejor de los viajes, fue al baño. Como se demoraba tanto, la Anabella ansiosa por llegar luego a Santiago, parte a buscarla súper choreada. La encuentra observando alucinada a un roto que se masturbaba delante de ella a través del espejo del baño. Ambas concuerdan en su interés científico par la anatomía oculta en cualquier pantalón que se les cruce.

Se ríen y sienten que ya lo están pasando total y se aplauden la idea de sacarse el sostén y ponerlo en la antena del auto hasta llegar a la cuesta El Melón para ver qué pasa, pero lo único que ocurre es que los pacos que normalmente están escondidos para pillar in fraganti a los automovilistas que adelantan en línea continua, se hacen los serios y casi les retienen los documentos. Eso hubiera sido grave, dado que el motivo principal del viaje era celebrar la noche de brujas en Santiago. En la provincia, todavía los atrasados no atinaban con ninguna fiesta. Encontraban como raro eso de andar disfrazándose. Pero la Anabella y la Tuti, a la vanguardia en materia de modo de vida, iban a todas las paradas. Total quién las iba a reconocer y para eso estaban a su disposición la discoteque People, la Twin Village y Las Brujas off course. Tenían harto para elegir, pero se les puso en las cabecitas esta última; encontraban que el nombre era mucho más ad hoc. Lo pasarían shansho, shansho.

Se instalaron en el Hyatt como lo venían haciendo durante los últimos viajes. Lo encontraban lo máximo. Digno de ellas. Además, como ya las conocían les hacían descuentos especiales y las atendían mejor que regio. Los conserjes eran un amor y las camareras quedaban felices con las sobras de frascos de cremas y restos de perfumes que les regalaban al irse.

Lo primero sería lo primero, de manera que partieron a buscar los disfraces para la noche de brujas. La Tuti quería ir de Gatúbela y Anabella estaba con la idea fija de disfrazarse de Morticia.
-No te viene ese disfraz, linda. Tienes que buscar algo más acorde a tu personalidad. Tú eres ... cómo te lo digo para no ofenderte; medio tímida e ingenua, cómo te vas a disfrazar de Morticia. Nada que ver, linda.
-¿Y qué crees que me vendría, entonces?
-Ahí vamos a ver.

De Morticia tuvo que rebajarse a la categoría de bruja buena del Mago de Oz. Llena de velos y brillos, hasta una varita mágica con una estrella en la punta le pasaron con el traje.
-Con esa varita vamos a hacer milagros -señaló la Tuti, que ya veía todo lo que Santiago tenía para ofrecerles sin que los peladores provincianos se enteraran. Después de todo vivían con el ventilador encendido en high, listos para tirar mierda a los cuatro puntos cardinales a la menor novedad. Igual, ya no tenían qué pelarles. Por lo menos a la Tuti que no hacía mucho por ocultar sus altos ni bajos instintos. La Anabella, entre que era medio gansa y entre que todavía tenía marido, aunque no fuera de jornada completa porque Juan Enrique se lo pasaba viajando a sus congresos por todo el mundo, igual estaba dispuesta a hacer pebre al primer muñequito que se le cruzara desprevenido.

Juan Enrique jamás comprendería la sensibilidad de su mujer. Dinero, dinero, dinero. Se había hecho el tremendo billete operando mujeres que querían transformarse en lo que la naturaleza no había querido que fueran. Ponía pechugas, sacaba pechugas; lipoaspiraba grasas abdominales a señoras de las cuatro décadas, silicona por aquí, silicona por allá, recorte de arrugas, orejas y solución a accidentes cronológicos varios, porque la cuenta en dólares que tenía en Suiza, ceros sobre ceros, tenía que seguir creciendo.

Más le hubiera valido usar su inteligencia y su habilidad médica para transformar en machos recios a los hombres buenmocitos que resultaban un fiasco al poco tiempo, pero peor era nada, pensaba a veces, cuando pensaba.

Pintadas y vestidas para la guerra, las camboyanas estaban dispuestas para lo que viniera. La Tuti, enfundada en pantalones de cuero negro se sentía lista para agarrar a latigazos hasta hacer correr sangre a quien se le pusiera por delante. La Anabella, parecerá y se hará la tonta lesa, pero no lo es, y va igual a la pelea.

En tenida de combate listas para una operación comando, salieron del hotel. Les encantaba taquillar. Entre tanto paseo, decidieron empezar con un gin con gin en el bar. Y miren qué casualidad. Ahí estaban dos minitos caídos del cielo o de sus cunas, con quienes rápidamente se pusieron de acuerdo para ir a bailar esa noche. Ellas se miraban con complicidad, alucinadas de haber pinchado a un par de jovencitos tipo montañeses, de pómulos tan rosados como los de Heidi.

Con estas maracas corremos el riesgo de tener que quitárselos con recurso de amparo. Se nota a la legua que son de las que se suben por el chorro a pata pelada a mirar por el hoyito.

El par de musculosos perfumados hasta el año que viene no escatimaban cariñitos, palabras melosas, su tonto agarrón, suave, palabras corteses que no les quitaran lo caliente, y gemidos terribles de calentura en el centro de las orejas de las amigas. Tan caballeros, hasta las dejaron elegir quién con quién.
-Esta no la contamos dos veces, Anabella, ándate dando con una piedra en los dientes, me oíste.

El tiempo se dedicó a hacer lo único que sabe hacer bien: pasar. Y lo hizo tan rápido que apenas se dieron cuenta de la hora. La Tuti, con todos estos tragos encima se lo ha bailado todo con el de pelito largo amarrado en una cola que lo hace verse divino, mientras que la Anabella con su dolor a la vejiga y con los pies llenos de ampollas enfundados en esas botas del disfraz, prefiere estar sentada, vaciando copas de vino y vasos de whisky en su interior, mientras conversa con su conquista de ojos amarillos. En un descanso de la música tipo cinco de la madrugada, ellas parten al baño; van juntas como todas las mujeres, a hacer pichí y a retocarse el maquillaje. La Tuti se echa perfume entre las pechugas y por todas partes y se repasa el negro mortal de los ojos; la Anabella, menos experimentada, la imita.
-De aquí nos vamos a hacer pedazos a esos kids, le dice la Tuti a la Anabella y le pasa varios condones. ¿Tú crees que entre los dos juntarán veinte años? Bien, estos son los que traje de Suecia y tienen sabor a guinda. Estos otros son de Holanda, resplandecen en la oscuridad. Por si acaso, aconséjalo que se los ponga dobles. El Hotel Valdivia sería su norte. Ojalá estén disponibles la árabe y la espacial.

Al volver a la mesa no hay galanes, no hay carteras, no hay chaquetas de cuero. No a las damas amor, no gentilezas de caballeros de canto enamorado.
Se miran entre el horror y la incredulidad. El mozo se acerca con la bandeja plateada.
-La cuenta, damas. Los caballeros les dejaron este sobre.

La Tuti lo abre y el mozo lanza un chorro de luz que cae violento sobre el mensaje.
-Dulce o travesura.

viernes, marzo 23, 2007

El cumpleaños de la Techi

Quiero compartir con ustedes, mis amigos de la red, esta historia personal, porque también forma parte de un fragmento largo y triste de nuestra historia de Chile, ocurrido hace 22 años.

¡Para que nunca más!


Imagínate lo que es que te traten durante años de loca y mentirosa
y de pronto eres otra vez un ser humano,
contando tu historia
para que todos la puedan escuchar.

Ariel Dorfman


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A Fernando Jerez, mi copiloto.

¡Oh, Susana, Susana, me muero por tu amor! El tema se ha repetido muchas veces y las parejas bailan, se ríen, cantan en la penumbra del departamento. Susana, Susana, I´m crazy loving you. A medida que avanza la noche, la música, el acercamiento de los cuerpos y el alcohol van haciendo su efecto, de manera que todos vamos al encuentro de nosotros mismos en ese espacio intermedio entre los deseos y la realidad.

Esa mañana me había levantado radiante. Estaba empezando a cumplir los 30, una edad que siempre había asociado a la típica vieja de mierda. De todas maneras, cuando decía: ¡qué vieja estoy! era de la boca para afuera, porque en realidad me sentía joven, casi una niña que con empeño y buena voluntad representaría 23.

Durante la mañana el ajetreo había sido intenso: compras en el supermercado, la torta al Mozart, y desesperarme porque mis cálculos demostraban que había invitado más gente de la que podía caber en el departamento de Pedro de Valdivia con Bilbao. Fernando, mi compañero, mi amor de entonces, me había regalado la fiesta y un juego de gargantilla, pulsera y aros de lapislázuli y oro. Me ayudó a ponerlos y me besó dulcemente. Nos amábamos de verdad.

Cerca de las nueve empezaron a llegar nuestros amigos invitados. Como era esperable, la mayoría se inclinó por líquidos que sobrepasaran los 40 grados, de modo que cuando llegó la hora de que me cantaran el cumpleaños feliz, después de las mañanitas, encabezadas por mi querido Poli, ya casi todos estaban bastante borrachos.

Desde los parlantes: ¡Oh, Susana, estoy crazy por tu amor! para un baile cuya felicidad y entusiasmo parecía de fin de mundo, como si fuera la última noche sobre la tierra.

Los primeros en llegar habían sido Pepe Rosasco y su mujer, Marilú, la Lulu. Ella bailaba tan maravillosamente, que todos nos hacíamos a un lado para mirarla: parecía que llevara todos los ritmos en la sangre y le palpitara la vida en la piel: Susana, susana, I´m crazy loving you.
Fernando sólo bailaba conmigo y me regalaba su amor. Estábamos felices y yo le agradecía esta fiesta.

Mi hermana Lila y doctor, como le decíamos a su marido Andrés, extrañamente, ese día, no andaban discutiendo y se dedicaron a pasarlo bien en una tregua que duraría algunos años más aún.

Algún invitado, según pude comprobar día siguiente, aprovechó la penumbra y la impunidad que le otorgaba el alcohol para escamotear desde mi biblioteca, la caja con los “Artefactos” de Nicanor Parra, en tanto una de mis primas se animó para pedirme un libro, del tipo préstamo sin devolución, tan de moda en todas las épocas. También desaparecieron algunos cassettes, pero aparte de eso, las cosas estaban yendo bien.

Por otra parte, mi padre había escrito en su columna semanal del diario La Tercera un artículo muy hermoso que titulaba “Una cigüeña muy audaz”, a través del cual me mandaba mensajes en clave. Yo, su hija mayor, al cumplir 30 años este 30 de marzo, de alguna manera, mal que le pesara, lo ponía, irrevocablemente, más viejo.

La ebullición alentada por el baile, la música y otros condimentos, mantenían en el límite del furor a la concurrencia. Sólo Carlos Cerda se veía preocupado. Explicó que Carmen Hertz había quedado de llegar a la fiesta apenas se desocupara de algunos asuntos de trabajo. Algo con la Vicaría, aclaró. Pero la hora pasaba y las bromas rebotando de un invitado a otro:
-Nadie trabaja los sábados en la noche. Perdiste, Charlie, te dejaron plantado, y frases así, se superponían a otras infaltables, tan estilo masculino.

Aunque él sonreía ante las bromas, era palpable su angustia, como si le hubieran dibujado ese gesto a la fuerza. Miraba la hora a cada segundo y prefería conversar sobre cualquier cosa para sentirse acompañado. Poli, por su parte, muy distinto de otras veces, no estaba en ánimo de fiesta y bebía su whisky en el silencio de un rincón oscuro del living. Después se supo todo: su padre agonizaba. Poli lo tenía muy claro. Casi lo había adivinado. Es probable que hubiera visto a la muerte que rondaba la calle Valencia desde hacía semanas. Don Luis Enrique Délano iba a cumplir el más triste de sus sueños: regresar del exilio para morir en Chile.

Carlos y Poli también habían regresado hacía poco tiempo de sus respectivos exilios: uno en Alemania y el segundo en México. Carmen, por su parte, una abogada impenitente, había entregado su vida todos estos años para encontrar a los desaparecidos, especialmente a su marido Carlos Berger, un connotado hombre de izquierda y abogado como ella.

Carlos Franz y Mariana, su joven esposa, con una historia nacida en la Escuela de Derecho entre códigos y pruebas solemnes, trajeron de regalo un libro de poemas de Fernando Pessoa y en menos de diez minutos me pusieron al día acerca de Alberto Caeiro y sus heterónimos famosos. Gonzalo Contreras se veía feliz de la mano de Francesca. Se iban a casar pronto, le contaban a Carlos y a Mariana.

Cuento aparte era doña Natasha Valdés, pero de los Valdés de Talca, demórate un poquitito. Mi amiga del alma y compañera de universidad, había llegado temprano para ayudarme en los últimos preparativos, pero encontró rápidamente algo mejor que hacer y se dedicó a su hallazgo toda la noche. Oh, Natasha, me muero por tu amor, le cantaba al oído el gran Hugo, gerente de una editorial alternativa, rendido ante los encantos de esa gata a quien yo llamaba princesa rusa en el exilio, por varias razones, especialmente por sus memorias, claro está. El escritorio se iba llenando de paquetes de regalos, barras gigantes de chocolates, perfumes, libros, flores, cajas de mazapán.

Sin embargo, la preocupación de Carlos iba en aumento. Algunos invitados se apartaron del baile y la fiesta, para enterarse de cierta información que se estaba filtrando, bastante pasada la medianoche, de manera confidencial, que se relacionaba con el secuestro de tres hombres, llamados claves en las filas del Partido Comunista. Nattino, Guerrero y Parada habían desaparecido ya hacía una semana y ningún organismo civil ni militar reconocía tenerlos.

El departamento sucumbía inundado de vapores humanos, música y humo de cigarrillos. Tres le la mañana. Carreras en la calle. Timbre. Carmen entra sin mirar a nadie y se interna por el pasillo hasta el dormitorio de mi hijo adolescente. Viene pálida. Sus labios blancos son dos pedazos de hielo y le tiembla la barbilla. Los ojos hinchados y rojos delatan que ha llorado. Algo está a punto de explotarle por dentro. Carlos la sigue. A Carlos lo siguen algunos invitados. Fernando y yo vamos al final del grupo.
-Carmen. ¿Qué pasó? Habla. Di algo, por el amor de Dios -la remecía Carlos por los hombros, haciéndola parecer una larga muñeca de trapo.
-Aparecieron -grita por fin.
-¿Dónde? -el coro que la había seguido.
-Camino a Pudahuel -dice gimiendo-. Los tres.
-¿Los tres?
-Sí, estaban juntos.
-¿Cómo juntos? -dice Carlos, pidiendo que le aclare.
-¿Muertos? -se atrevió a preguntar el marido de mi prima Gisela, mientras con las manos trataba de secarse el sudor de la frente que goteaba como un grifo abierto.
-¡Muertos! ¡Degollados! ¿Acaso no entienden las palabras? -chilló Carmen, ya casi sin poder controlarse y desató un prolongado sollozo entre los brazos de Carlos, quien la acunaba como a una niña que lo ha perdido todo.
Juntos en una zanja, todos confundidos en una sola sangre que ida a dar a la mar.
Yo estoy a punto de desmayarme: mi hijo, jugando con sus hámsters, mira como si escuchara una historia de terror salida de la imaginación de estos raros personajes escritores.

Alguien salió a tropezones de la pieza, encendió la luz y apagó la música. Con la voz entrecortada sintetizó el horror lo mejor que pudo y pidió que al día siguiente, en la mañana, se juntaran todos en la Plaza de Armas, frente a la Catedral.

-Nattino era un inocente, era mi amigo, -me dice Fernando, con la mirada perdida en el dolor. Yo tomo su mano y lo abrazo. ¡Qué se podría decir! Toda palabra se vuelve inútil ante algo así. Todos los sabíamos.

Un largo silencio se apoderó de la sala, traspasó la nube de humo y se metió en el alma de todos los que mirábamos sin poder creer. Nadie se atrevía a hablar ni a moverse. La escena se había congelado. Algunos quisieron retirarse, otros llenaron sus vasos.

-Los muertos a su muerte, dijo alguien y los vivos a vivir bailando. Y continuaron con mayor intensidad que al comienzo de la noche.

Cuando el ventanal filtró la luz del nuevo día, varios héroes de guerra que no desertaban seguían la conversa; en tanto, la borrachera se había llevado algunos débiles a dormitar en los sillones. Yo tenía miedo porque era miedosa de nacimiento, además, ahora, con mayor razón. Me sentía muy cansada, desolada, quería que se fueran todos de una vez. Esto de cumplir treinta se dejaba notar, no como antes que era capaz de amanecerme para seguir la fiesta.
-Ferni, tengo sueño, que se vayan -le pedía yo, con mi cabeza apoyada en su hombro y abrazada a su cuerpo.

Eran los tres mosqueteros que habían quedado en pie -tambaleándose con el vaso de whisky entre los dedos temblorosos- apoyaban su borrachera contra el estante de libros alzado junto a la muralla del comedor y especulaban acerca de las coincidencias: los 30 años de la Techi; el 30 del tercer mes y los 3 degollados. Y ellos mismos, los 3 amigos, Poli Délano, Fernando Jerez y Jorge Calvo, hablando de la magia del número 3. Además habían sabido a las 3 de la mañana, caramba.

Entonces juraron, como los niños cuando hacen promesas serias y profundas y las sellan con las manos golpeando unas sobre otras, que cada uno escribiría un cuento con lo sucedido. Tres meses sería el plazo para juntarse a intercambiar sus relatos.
-Tú también podrías participar, me dijo Jorge. Al fin y al cabo es tu cumpleaños.
-¿ Yo?, no -dije riendo. Nada que ver ¿cómo se te ocurre?
-¿Pero, por qué no? -me preguntó.
-Porque no sabría cómo escribir este cuento.



Imagen: La Danza, de E. Munch

miércoles, marzo 21, 2007

La aventura





















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La aventura

-Qué evocador e intenso lo que escribiste, Catalina. Qué memoria y qué manera de hacer vivos los recuerdos –dijo Claudio cuando volvió con Isabel a la sesión siguiente-. Tú, como siempre, tan poética, en eso no has cambiado. Por algo eres escritora. He leído todo lo que has publicado hasta ahora. Soy tu lector número uno –terminó diciendo.

Se quedó seria entonces, pensando que él la veía cambiada. Obvio, la encontraría vieja, no como él que parecía Dorian Gray y se preguntó dónde tendría escondido el retrato.
-¿Por qué usas el pelo corto? –le preguntó. Tus rizos largos es lo más claro que he recordado siempre de ti.

Isabel, como siempre, en guardia, dijo que tenía que ir urgente al baño y que regresaba de inmediato. Catalina aprovechó la oportunidad.
-¡Y qué hay de la promesa que te hice? Me gustaría cumplirla ahora –le dijo, coqueteando duro.
-Los jueves me desocupo más temprano –dijo Claudio tratando de poner el tono más neutro posible en su voz-. ¿Cómo te va a ti el jueves?
-Bien –casi gimió Catalina-, dime dónde nos juntamos –para dejar las decisiones más definitivas a Claudio. Este sacó un Gauloises. No lo encendió mientras repasaba bares, pubs y cafés.
-¿Podría ser en el Tavelli, a eso de las ocho y media? –pregunto Catalina como poniéndolo a prueba.
-Muy trillado –reaccionó él, rápido-. Paso por ti a la salida del taller. ¿Los jueves a las ocho, no? Lo de más será sorpresa. Déjalo por mi cuenta.

Catalina asintió entre confundida y enojada. ¡Cómo sabía Claudio el día y la hora de su taller literario? Era siquiatra y no síquico ni jíbaro como solían llamar a los siquiatras medio en broma medio en serio con Isabel. ¡Chichi! Claro, seguro que ella había hablado más de la cuenta, confundiendo intimidades de amigas como parte del proceso analítico.

Isabel salió contenta de la sesión, decidida a continuar la terapia ad infinitum. La que lloraba en la sala de espera era Catalina y fue Isabel quien le limpió los restos de pañuelitos desechables de las pestañas con el rimel corrido.
-Debo verme patética –le dijo.
-No Catalina, la pena te sienta bien. Se nota que la vida no ha pasado en vano.
-¡Y eso, son palabras tuyas o de Claudio? –le preguntó-. Además no lloro por pena.

Lloraba, no sabía bien por qué. Tal vez sentía que las oportunidades que habían quedado inconclusas no debían retomarse, que era peligroso meter la mano en el pasado. Quizás sus singles 45 para bailar apretado no eran remasterizables y el dolby posmoderno les sentaría mal. Un recuerdo lindo pensó, que al sacarlo del pasado podría ser como un pez de colores fuera del agua; el aire lo asfixiaría. Y se vio a sí misma aleteando, mustia sirena, en las arenas de una playa, sin voz para el canto seductor. Pero dejó transcurrir los días, martes, miércoles y, por fin, el penúltimo día hábil de la semana laboral, el jueves, dies joviis, día de Júpiter, mal dio, despótico y lujurioso. Debió haberlo pensado mejor.

Catalina esperó que salieran todos sus alumnos, incluso despachó con un gesto de tengo-mucha-prisa a aquellos que se rezagaban, para continuar con la cháchara literaria. Caminó a paso lento por el sendero de baldosas que conducía a una salida lateral. Quería facilitar las cosas tanto para ella como para Claudio. Se percató, con curiosidad, que caminaba igual que cuando era chica, sin ganas de llegar tan pronto al colegio. Ahora, aunque iba sin prisa, estaba ansiosa, gran encuentro. Pensaba en Claudio como en Claudio Lira, una distancia, que pese al nudo del estómago y la grata tibieza de esa tarde, la debatía entre sentimientos confusos.

Cuando salió a la calle –terreno neutral- reconoció el auto de Claudio, no por las descripciones que él le había dado, sino porque tres días antes habían ido con Isabel al estacionamiento del edificio después de la consulta: “curiosidad innata de escritora y detective a la vez, Chichi, mira que una mujer es las dos cosas a la vez”, advirtió a su amiga, mientras rodeaba el Alfa Romeo rojo del Dr. Lira y pasaba el dedo índice por su pulimentada superficie, como lo hacen las modelos en los spots de la TV. “No está mal”, sonrió Catalina, en un gesto de modelo top.
-Igual, en otro tiempo se lo habría rayado con la llave de mi casa.
-¿Qué onda, Cata?

Ahora avanzaba con un temblor en las canillas hacia el auto estacionado bajo uno de los árboles frondosos que se alineaban junto al estacionamiento del Instituto Cultural, donde impartía sus talleres de Escritura Creativa. Desde las ventanas abiertas, Claudio sonreía entre volutas de humo. La recibió con un cauteloso saludo, movimiento de dedos incluido.

Y tiene un Alfaaaa Romeeeeo, le había dicho a Isabel cuando ella se lo había indicado en los estacionamientos de la consulta. No había podido dejar de ironizar, aunque la nostalgia y el deseo confundidos bullían en su interior.

Al deslizarse al interior del auto escuchó el saxo en sordina bajo un fondo musical un tanto new age. No le gustaba particularmente ese tipo de música, la encontraba acaramelada, gusto de profesionales burgueses con tendencias maníaco-progresistas o forever young. Pero el asunto de la banda sonora no era tan grave, pensó Catalina mientras saludaba con un beso neutro en la mejilla a Claudio y se acomodaba en el asiento de cuero de la misma res de la consulta. El tablero encendido, la música, el tabaco negro de los Gauloises, el aroma a Claudio que comenzaba a distinguir, mezcla de perfume para hombre, suave, y el Ph que hacía su trabajo subliminal en las hormonas.
-Te ofrezco toda la noche -dijo Claudio- con Chianti, neones y estrellas.

Un tanto siuticón, pero convence, pensó Catalina. Lo único que la inquietaba era no poder sacar de esa cáscara de cuarentón profesional exitoso y seductor del Dr. Lira a su Claudio.

La sorpresa mayor para la concursante fue cuando su Claudio, encendió un pito de marihuana sin preguntarle si ella quería o, por lo menos, interesarse en saber si le molestaba o no. Sabemos, se dijo Catalina, que hay personas de nuestra edad que ya no están ni ahí con andar fumando marihuana. Ella se hallaba en esa muestra de la población chilena, que se asume como adulta o lo imagina y hace un inventario de in y out para lo que debe hacer o consumir y no hacer o no consumir un adulto que se precie de tal.
-Es excelente con fines terapéuticos -suspiró Claudio, mientras retenía el humo y le pasaba el pito a Catalinta-. El Dr. Ronald Laing hizo experimentos decisivos con relación a la adicción y la terapéutica con drogas. Bueno -rió-, fue un desastre como todo lo que pasó a fines de los sesenta.

Catalina lo miró un tanto molesta. A fin de cuentas la carta que ella le había escrito hablaba de los últimos años de los 60 y aunque no se refería a revoluciones armadas ni epistemológicas, sí lo hacía a una revolución aún más crucial: la de las hormonas y el amor. No al libre del hippismo que, por lo demás, nunca existió en Chile más que como réplica y un tanto kitsh, sino al amor de a dos, pleno, iniciático. Fumó. Cuando quiso retener el humo un poco más de tiempo, le vino un acceso de tos, aleteó como si estuviera a punto de caerse en un acantilado, se le llenaron los ojos de lágrimas y para colmo, le vino un incontrolable ataque de risa.
-Se ve que no estás acostumbrada -dijo Claudio y puso en marcha el motor.

A ella le parecía deslizarse entre nubes chisporroteantes de neones. El automóvil doblaba calles, circunvalaba rotondas y se alejaba de los centros alternativos de la ciudad. Cuando estacionaron, Catalina tuvo una visón panorámica de Santiago. Vio que a pocos metros de distancia había, estacionados como sarcófagos, otros automóviles y reconoció el lugar.
-Pero, Claudio –dijo-, estamos en el cerro la Pirámide.
-¿No te parece emocionante? -replicó Claudio como si no hubiese advertido la impresión en la voz de Catalina-. ¿Habías venido antes? -esto último lo preguntó un tanto extrañado, con voz inquisitiva.
-¡Se te ocurre! -contestó Catalina-. Puedo preguntar ¿por qué esta idea tan original?
-Chianti -dijo Claudio mientras sacaba una botella de vino, y una noche mágica.
Realismo mágico será, pensó Catalina. Pero al beber algunos sorbos del vino que se conservaba fresco y con el cuerpo perfecto y al mirar las luces de la ciudad solo para ellos, se dejó llevar por la sensualidad y la magia de la ocasión.

Ahora ya estaba besando sin límites la boca de Claudio, su cuello, su pecho. Los abrazos podían prolongarse sin la urgencia adolescente, aunque se fueron haciendo cada vez más veloces, por los años que habían pasado congelados. A los cuarenta, el erotismo y el deseo han postergado a la ternura; el asunto es que Catalina ya no tenía la blusa puesta, a Claudio la camisa le colgaba desabotonada del cuello y los besos eran perfectos, sin entrechocar los dientes ni lenguas mordidas por la torpe urgencia de los antiguos. Ahora no.

Claudio la tomó de la cintura y la puso a horcajadas sobre sus piernas, entreteniéndose con los pezones erguidos de Catalina, mientras ella suspiraba y le acariciaba el pelo fragante a bálsamo, cerrando los ojos y absorbiendo todas las sensaciones eléctricas que le brindaba ese cuerpo en una fusión cada vez más embriagadora.

Cuando se hizo inminente el cumplimiento de la promesa juvenil y Catalina sentía la dureza ardiente de Claudio entre sus piernas y las ropas en desorden, titubeó. Claudio hizo un gesto como de “obvio, lo había olvidado, es que la pasión, etcétera” y estiró una mano hacia la guantera de donde sacó un preservativo. Pero Catalina no había pensado en eso cuando titubeó. Entendió que las cosas no se estaban dando como ella había imaginado. Es cierto que en la adolescencia, se trataba de autoconvencer de que cualquier lugar era bueno. Y, ¿esto?, se preguntaba Catalina, más bien le parecía un polvo más, a la rápida y más encima, en este cerro de pungas, voyeristas y sicópatas. Pero estaba prendida también: el pito, el Chianti y los recuerdos. Claudio y su aroma irrepetible, que se mezclaba con el suyo, la vista panorámica de la ciudad titilante de neones y luces en la noche. Hasta ahora.

Pero lo que terminó de enfriar a Catalina fue que jamás había pensado en sexo seguro con Claudio. Además, sabía que él estaba casado, nunca había ocultado su argolla en el anular izquierdo y también Isabel se lo había advertido: “Ese gallo está casado, Catalina, en qué forro te vas a meter”; y extrañamente, este mismo hecho le daba una seguridad confusa, tanto por un posible contagio de SIDA o un ¿peor?
contagio de amor-imposible-con-siquiatra-¿feIizmente?-casado.

Hacer el amor en un automóvil no es cómodo. Además, es peligroso con tanto loco suelto pululando por los lugares señalados en el mapa de Santiago de Chile para la práctica motorizada de amores furtivos. Tampoco es como en la pantalla de cine, que por motivos de censura o ahorro del tempo narrativo hay detalles que se omiten. La elipsis, pensaba Catalina, por ejemplo, el hecho de que estando Claudio ya enfundado en su condón, ella no se había quitado los calzones. Inconveniente que debió sortear haciendo a un lado la filigrana del colalés de seda negro, que había escogido para la oportunidad de lucir su cuerpo de cuarentona vigente. Claudio, ahora, podría, engomado y todo, cumplir la promesa.
-Fue una breve, pero emotiva ceremonia -le contó la tarde siguiente a Isabel.

Catalina se sintió agredida por esa dureza de goma que la remecía con vaivenes expertos. Quería que la poseyera el adolescente eterno, abandonar la virginidad juntos en la blanca palidez, su canción de esos años antiguos, entre sábanas situadas fuera del tiempo y del espacio.
-O sea -dijo Isabel- que por más que se la pasen estudiando psiquiatría lacaniana seis años en la Sorbona y viviendo en París, ¿a los chilenos no se les quita la eyaculación precoz?
Catalina la miró con un gesto de ubícate.

Isabel contraatacó:
-Y dices que compró una botella de Chianti, el vino que le gusta a Hannibal Lecter. O sea que todos los siquiatras se parecen. ¡Ay!, Catalina; ¿no me irá a partir en pedacitos y hacerme estofado tu ex Claudito?
-Ya, déjate -casi suplicó Catalina dando un sorbo a la espuma de su café.

Al llegar a su departamento después del encuentro con Claudio la noche anterior, había llorado escuchando música triste para hacer más triste su tristeza. Amalia Rodrigues. Funciona como una suerte de vacuna. Nostalgia no por lo perdido sino por lo que nunca fue. Lección de los fados: la saudade. Para estar triste en plenitud, lo mejor es hacerlo en portugués había pensado Catalina. Además, esa noche, después de la sesión de saudade, escribió en su libreta de apuntes entre las notas al pasar, los sueños y la citas del día para el bronce, un poema de Cavafis.

A cuerpos hermosos de muertos que no envejecieron
y los guardaron con lágrimas en un bello mausoleo,
con rosas a la cabeza y a los pies jazmines
se asemejan los deseos que pasaron
sin cumplirse; sin merecer una noche de placer,
o una mañana luminosa.

viernes, marzo 16, 2007

Corazón maldito

Hojas arrancadas de la libreta de apuntes
Mayo 68



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Detengo mis ojos cuando apareces. Te recorro de punta a cabo. Estás delgado. Eres hermoso. Más hermoso que nunca, mucho más todavía. El tiempo regresa trayendo tus caricias, las primeras sobre mi cuerpo despejado. Ahora el tiempo ha vuelto y se repliega. Entonces mis ojos caen sobre tus manos delgadas y ágiles que en este mismo momento tomaría por asalto.

Tú hablas, pero no te escucho, porque ya no estoy aquí. Viajo en le vértigo hasta hace miles de años, vidas pasadas y nos veo bailando. Adamo canta, mientras pasa la noche en que estoy cumpliendo mis 13 años; todos bailan a nuestro alrededor y tú me besas, acaricias mi pelo largo y sonríes. Y te desconcierto con lo que te digo y quizás te hago sentir incómodo, encarcelado en mis preguntas celosas.

El tiempo va y vuelve, me confunde y no sé, no podría asegurar nada. Estoy abrazada a ti en el año 2001, el que no llegaría jamás, porque era solo el nombre de una película que vimos juntos, toda una odisea en el espacio y nosotros flotando en la oscuridad de la sala de cine. Yo tengo 13 y tú, 15 y hablamos de casarnos cuando fuéramos grandes, seríamos tan felices, tendríamos muchos hijos que se parecerían a ti y a mí, algún día, tal vez, mientras seguimos bailando, aquella noche en que fuiste el cazador y el amo del palomar.

Mira cómo han venido a resultar las cosas, todo esto que parece un cuento donde nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos.

Cómo podría olvidar. Cómo quitarle a la memoria cada una de esas tardes calurosas en que la pasión, con toda su fuerza y su inocencia, se apoderaba de nosotros, tomaba nuestros cuerpos sin miramientos a la inexperiencia que nos arrastraba; era el placer en su estado puro, donde todo ocurría simultáneamente. Nosotros, éramos el deseo, sin razón ni sinrazón posibles.

Tanta juventud gozándose a sí misma, abrazados sobre la cama y yo, con mi uniforme de niña de las monjas, navegando sobre tu cuerpo enfundado en un pantalón blanco, llenándonos de besos cuando todo estaba recién comenzando.

No teníamos conciencia. Fuimos juntos un solo anhelo que nos hacía temblar y el mundo entonces se reducía a ese pedazo de tarde caliente en tu casa o la mía, deseándonos.

Todo fue contigo. Todo lo importante, lo esencial, comenzó contigo: el primer beso en el patio de mi casa, el primer orgasmo dónde no entendía lo que me estaba pasando. Cada minuto a tu lado vivido tan intensamente.

Cuando te mostré mis pechos, que tus manos solo adivinaban por encima de mi blusa, en el pasillo que conducía a mi dormitorio, durante esas despedidas eternizadas por horas y horas, me preguntaste si podías besarlos; dijiste que era la primera vez.
–Pero con una condición –dije– que no se lo cuentes a nadie.

Nunca imaginé que algún día iba a llorar por amores atrasados. Después de esa tarde en que me dijiste que ya no querías mi amor y yo pensé que se trataba de una broma, pero tú eras divertido no bromista y traté de reírme y apareció en su lugar una mueca que debió ser atroz, porque tú empezaste a llorar y me abrazabas. Entonces supe que era cierto: mi amor te sobraba.
–¿Y qué hago con todo esto que siento por ti?

Como no respondiste, seguí llorando. Cuando se terminó toda el agua que saltaba en mi cuerpo, te miré fijamente y te odié. De inmediato y sin pensarlo, con la misma fuerza con que te había amado, te grité que salieras de mi casa para siempre. No quería verte nunca más. Todo lo que amo se transforma en odio, ahora mismo, abracadabra.

Y eso que prometí hace tantos años, quizás sea la única promesa que no pude cumplir, porque estoy aquí, escribiéndote y llorando por nuestros sueños, por este azar que te ha vuelto a poner en mi camino.

En realidad, el recuerdo me traiciona, esa fue solo otra de mis promesas incumplidas contigo. Te quise, te odié, pero no volví a llorar por ti, hasta ahora, que todo viene como una vieja y amada película que nos alegró ese verano tan breve de la vida.

Esa promesa no pude cumplirla. Pero hay otra, que tú y yo no hemos olvidado: pasara lo que pasara en la vida, quedaba algo pendiente. Haríamos el amor de verdad alguna vez. Nuestro tiempo solo se completaría cuando tú pudieras entrar en mí, sin miedo, sin ansiedad. Yo, mientras tanto espero por ese amor inconcluso allá en el tiempo en que la adolescencia comenzaba a apoderarse de nosotros.

Tuya desde siempre
Catalina

De: Amiga mía, novela, Alfaguara, 2003

lunes, marzo 05, 2007

De cuya mágica belleza














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De cuya mágica belleza

Como la sonata de Vinteuil
que todos creemos que es la de César Frank
Pero en realidad nadie ha escuchado
su violín y su piano agonizantes
Salvo personajes en el tiempo perdido

O como el óleo
descrito con morosidad en el relato
Que tampoco ha visto nadie
sino fantasmas de letras

Así ante los ojos otoñales surge
esta muchacha
entre perfecta y ambigua
Tan parecida a un mármol helenístico
O a una fragante doncella de Boticelli
De cuya mágica belleza no es posible dudar
Aunque sí de su existencia

Del poeta cubano Roberto Fernández Retamar, director de Casa de las Américas.
Lo traigo aquí porque admiro sus versos que empezó a escribir en la guerrilla, junto a Fidel y al Ché, mientras pensaba en su familia y en la liberación de su patria.

La fotografía fue tomada en Varadero por el Rey Lear, mientras Fernández y Therese bailaban su homenaje a la vida.