

Es curioso, el día 5 de agosto de 2009 recordé y escribí acerca de los poetas en la tumba de Neruda, un hecho acontecido en 1992, del cual no había escrito hasta ahora. La muerte ya se había instalado en mi cabeza y en el corazón de mi papito. ¿Estaría ya mi padre dándome los primeros anuncios de lo que vendría a las 9.23 de la mañana del sábado 8 de agosto? ¿Quien lo sabe?
Cuando mi padre cumplió 40 años se enteró de que lo aquejaba una severa hipertensión arterial. Los genes de mi abuela Roma Squadritto Napoli, que llevamos mi hermana Cecilia y yo como otra marca de herencia se anunciaron en él con la casualidad de los exámenes tipo revisión técnica. Descubrieron que su corazón tenía un tamañano mayor al resto de los corazones.
La gran metáfora: mi parte murió de un infarto fulminante, su corazón enorme tenía que estallar. Casi sin dolor, casi sin darse cuenta, así partió, como lo deseaba. Cuando supe lo que estaba ocuriendo corrí al frente en pijama y me estaba esperando: me regaló la última mirada, me subí sobre su cuerpo y abrazada a él, no me despegué de sus ojos hasta que dejaron de mirarme y se volvieron hacia la ventana donde en la jardinera crecían las flores y entraba el sol de la mañana junto al trimo de los pájaros.
Lo estuve mirando largo rato para que sus ojos azules no se fueran de mi memoria. Y luego le cerré los párpados y me mantuve abrazada a él, hablándole, haciéndole cariño, hasta que sentí un calor que salía de su cuerpo para entrar en el mío. Entonces supe que mi padre quedaba enterrado en mi corazón para siempre, que me seguiría protegiendo para siempre y que habrá de recibirme cuando llegue mi hora.
Cecilia me dijo: "Déjamelo a mí ahora". Entonces lo entregué y crucé a mi casa a escribir, con la música que a él le gustaba, los tangos de Cortázar interpretados por el cuarteto Cedrón.
Desde el dolor escribí en el FB y empezaron a llegar los mensajes de amor de los amigos.
Mi padre, socialista y agnóstico, había sido en su infancia formado en la religión católica que sus padres profesaban con una devoción envidiable, a tal punto que desde muy pequeño, mis abuelos hicieron que mi padre oficiara de monaguillo en la santa Misa, junto a otro niño, Miguel Arteche, su amigo de toda la vida con quien compartieron la vocación poética y sus respectivos sillones en la Academia Chilena de la Lengua.
Sé que Arteche cuando lo supo, lloró mucho, y él con Ximena, su mujer, el día anterior habían estado leyendo antiguos poemas de mi padre.
Esa noche, en la casa de mis amigas nicaragüenses, Elisa, Blanquita y Elisita, nietas de Coronel Urtecho, me dormí mirando el cielo. Había una exageración de nubes que no permitía ver ni un trocito de luz lunar. De pronto creí ver un avión en un espacio que se abrió entre la noche cerrada y se mantuvo quieto largo rato.
No avanzaba ni se movía, sólo parpadeaba... era una estrella gigante, la única en el cielo que seguí mirando hasta que el sueño me cerró los ojos.
Yo le había dicho a mi padre en vida, muchas veces, que él estaba en lo cierto en todo lo que decía, pensaba y opinaba, menos en una: hay otra vida papá, le decía y cuando estés ahí enfrentado al misterio te acordarás de mí y dirás: la niña estaba equivocada en muchas cosas, acaso en todo, menos en algo. "Por suerte había otra vida" habrá dicho, parafraseando el título de un libro de poemas de mi hermana Lila.
Yo le había hecho prometer a mi padre: Si hay esa otra vida en que yo creo, tú me darás una señal. Se lo prometo, hija, respondió sonriendo.
Y cumpliste mi viejo adorado: esa inmensa estrella tan brillante que se hizo un espacio en el cielo negro, veló mi sueño porque era la señal prometida.
Hasta pronto, padre entre todos los padres
Tu "Hija del Celeste Imperio" que te ama y te agradece que estés vivo en mí.