miércoles, marzo 21, 2007

La aventura





















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La aventura

-Qué evocador e intenso lo que escribiste, Catalina. Qué memoria y qué manera de hacer vivos los recuerdos –dijo Claudio cuando volvió con Isabel a la sesión siguiente-. Tú, como siempre, tan poética, en eso no has cambiado. Por algo eres escritora. He leído todo lo que has publicado hasta ahora. Soy tu lector número uno –terminó diciendo.

Se quedó seria entonces, pensando que él la veía cambiada. Obvio, la encontraría vieja, no como él que parecía Dorian Gray y se preguntó dónde tendría escondido el retrato.
-¿Por qué usas el pelo corto? –le preguntó. Tus rizos largos es lo más claro que he recordado siempre de ti.

Isabel, como siempre, en guardia, dijo que tenía que ir urgente al baño y que regresaba de inmediato. Catalina aprovechó la oportunidad.
-¡Y qué hay de la promesa que te hice? Me gustaría cumplirla ahora –le dijo, coqueteando duro.
-Los jueves me desocupo más temprano –dijo Claudio tratando de poner el tono más neutro posible en su voz-. ¿Cómo te va a ti el jueves?
-Bien –casi gimió Catalina-, dime dónde nos juntamos –para dejar las decisiones más definitivas a Claudio. Este sacó un Gauloises. No lo encendió mientras repasaba bares, pubs y cafés.
-¿Podría ser en el Tavelli, a eso de las ocho y media? –pregunto Catalina como poniéndolo a prueba.
-Muy trillado –reaccionó él, rápido-. Paso por ti a la salida del taller. ¿Los jueves a las ocho, no? Lo de más será sorpresa. Déjalo por mi cuenta.

Catalina asintió entre confundida y enojada. ¡Cómo sabía Claudio el día y la hora de su taller literario? Era siquiatra y no síquico ni jíbaro como solían llamar a los siquiatras medio en broma medio en serio con Isabel. ¡Chichi! Claro, seguro que ella había hablado más de la cuenta, confundiendo intimidades de amigas como parte del proceso analítico.

Isabel salió contenta de la sesión, decidida a continuar la terapia ad infinitum. La que lloraba en la sala de espera era Catalina y fue Isabel quien le limpió los restos de pañuelitos desechables de las pestañas con el rimel corrido.
-Debo verme patética –le dijo.
-No Catalina, la pena te sienta bien. Se nota que la vida no ha pasado en vano.
-¡Y eso, son palabras tuyas o de Claudio? –le preguntó-. Además no lloro por pena.

Lloraba, no sabía bien por qué. Tal vez sentía que las oportunidades que habían quedado inconclusas no debían retomarse, que era peligroso meter la mano en el pasado. Quizás sus singles 45 para bailar apretado no eran remasterizables y el dolby posmoderno les sentaría mal. Un recuerdo lindo pensó, que al sacarlo del pasado podría ser como un pez de colores fuera del agua; el aire lo asfixiaría. Y se vio a sí misma aleteando, mustia sirena, en las arenas de una playa, sin voz para el canto seductor. Pero dejó transcurrir los días, martes, miércoles y, por fin, el penúltimo día hábil de la semana laboral, el jueves, dies joviis, día de Júpiter, mal dio, despótico y lujurioso. Debió haberlo pensado mejor.

Catalina esperó que salieran todos sus alumnos, incluso despachó con un gesto de tengo-mucha-prisa a aquellos que se rezagaban, para continuar con la cháchara literaria. Caminó a paso lento por el sendero de baldosas que conducía a una salida lateral. Quería facilitar las cosas tanto para ella como para Claudio. Se percató, con curiosidad, que caminaba igual que cuando era chica, sin ganas de llegar tan pronto al colegio. Ahora, aunque iba sin prisa, estaba ansiosa, gran encuentro. Pensaba en Claudio como en Claudio Lira, una distancia, que pese al nudo del estómago y la grata tibieza de esa tarde, la debatía entre sentimientos confusos.

Cuando salió a la calle –terreno neutral- reconoció el auto de Claudio, no por las descripciones que él le había dado, sino porque tres días antes habían ido con Isabel al estacionamiento del edificio después de la consulta: “curiosidad innata de escritora y detective a la vez, Chichi, mira que una mujer es las dos cosas a la vez”, advirtió a su amiga, mientras rodeaba el Alfa Romeo rojo del Dr. Lira y pasaba el dedo índice por su pulimentada superficie, como lo hacen las modelos en los spots de la TV. “No está mal”, sonrió Catalina, en un gesto de modelo top.
-Igual, en otro tiempo se lo habría rayado con la llave de mi casa.
-¿Qué onda, Cata?

Ahora avanzaba con un temblor en las canillas hacia el auto estacionado bajo uno de los árboles frondosos que se alineaban junto al estacionamiento del Instituto Cultural, donde impartía sus talleres de Escritura Creativa. Desde las ventanas abiertas, Claudio sonreía entre volutas de humo. La recibió con un cauteloso saludo, movimiento de dedos incluido.

Y tiene un Alfaaaa Romeeeeo, le había dicho a Isabel cuando ella se lo había indicado en los estacionamientos de la consulta. No había podido dejar de ironizar, aunque la nostalgia y el deseo confundidos bullían en su interior.

Al deslizarse al interior del auto escuchó el saxo en sordina bajo un fondo musical un tanto new age. No le gustaba particularmente ese tipo de música, la encontraba acaramelada, gusto de profesionales burgueses con tendencias maníaco-progresistas o forever young. Pero el asunto de la banda sonora no era tan grave, pensó Catalina mientras saludaba con un beso neutro en la mejilla a Claudio y se acomodaba en el asiento de cuero de la misma res de la consulta. El tablero encendido, la música, el tabaco negro de los Gauloises, el aroma a Claudio que comenzaba a distinguir, mezcla de perfume para hombre, suave, y el Ph que hacía su trabajo subliminal en las hormonas.
-Te ofrezco toda la noche -dijo Claudio- con Chianti, neones y estrellas.

Un tanto siuticón, pero convence, pensó Catalina. Lo único que la inquietaba era no poder sacar de esa cáscara de cuarentón profesional exitoso y seductor del Dr. Lira a su Claudio.

La sorpresa mayor para la concursante fue cuando su Claudio, encendió un pito de marihuana sin preguntarle si ella quería o, por lo menos, interesarse en saber si le molestaba o no. Sabemos, se dijo Catalina, que hay personas de nuestra edad que ya no están ni ahí con andar fumando marihuana. Ella se hallaba en esa muestra de la población chilena, que se asume como adulta o lo imagina y hace un inventario de in y out para lo que debe hacer o consumir y no hacer o no consumir un adulto que se precie de tal.
-Es excelente con fines terapéuticos -suspiró Claudio, mientras retenía el humo y le pasaba el pito a Catalinta-. El Dr. Ronald Laing hizo experimentos decisivos con relación a la adicción y la terapéutica con drogas. Bueno -rió-, fue un desastre como todo lo que pasó a fines de los sesenta.

Catalina lo miró un tanto molesta. A fin de cuentas la carta que ella le había escrito hablaba de los últimos años de los 60 y aunque no se refería a revoluciones armadas ni epistemológicas, sí lo hacía a una revolución aún más crucial: la de las hormonas y el amor. No al libre del hippismo que, por lo demás, nunca existió en Chile más que como réplica y un tanto kitsh, sino al amor de a dos, pleno, iniciático. Fumó. Cuando quiso retener el humo un poco más de tiempo, le vino un acceso de tos, aleteó como si estuviera a punto de caerse en un acantilado, se le llenaron los ojos de lágrimas y para colmo, le vino un incontrolable ataque de risa.
-Se ve que no estás acostumbrada -dijo Claudio y puso en marcha el motor.

A ella le parecía deslizarse entre nubes chisporroteantes de neones. El automóvil doblaba calles, circunvalaba rotondas y se alejaba de los centros alternativos de la ciudad. Cuando estacionaron, Catalina tuvo una visón panorámica de Santiago. Vio que a pocos metros de distancia había, estacionados como sarcófagos, otros automóviles y reconoció el lugar.
-Pero, Claudio –dijo-, estamos en el cerro la Pirámide.
-¿No te parece emocionante? -replicó Claudio como si no hubiese advertido la impresión en la voz de Catalina-. ¿Habías venido antes? -esto último lo preguntó un tanto extrañado, con voz inquisitiva.
-¡Se te ocurre! -contestó Catalina-. Puedo preguntar ¿por qué esta idea tan original?
-Chianti -dijo Claudio mientras sacaba una botella de vino, y una noche mágica.
Realismo mágico será, pensó Catalina. Pero al beber algunos sorbos del vino que se conservaba fresco y con el cuerpo perfecto y al mirar las luces de la ciudad solo para ellos, se dejó llevar por la sensualidad y la magia de la ocasión.

Ahora ya estaba besando sin límites la boca de Claudio, su cuello, su pecho. Los abrazos podían prolongarse sin la urgencia adolescente, aunque se fueron haciendo cada vez más veloces, por los años que habían pasado congelados. A los cuarenta, el erotismo y el deseo han postergado a la ternura; el asunto es que Catalina ya no tenía la blusa puesta, a Claudio la camisa le colgaba desabotonada del cuello y los besos eran perfectos, sin entrechocar los dientes ni lenguas mordidas por la torpe urgencia de los antiguos. Ahora no.

Claudio la tomó de la cintura y la puso a horcajadas sobre sus piernas, entreteniéndose con los pezones erguidos de Catalina, mientras ella suspiraba y le acariciaba el pelo fragante a bálsamo, cerrando los ojos y absorbiendo todas las sensaciones eléctricas que le brindaba ese cuerpo en una fusión cada vez más embriagadora.

Cuando se hizo inminente el cumplimiento de la promesa juvenil y Catalina sentía la dureza ardiente de Claudio entre sus piernas y las ropas en desorden, titubeó. Claudio hizo un gesto como de “obvio, lo había olvidado, es que la pasión, etcétera” y estiró una mano hacia la guantera de donde sacó un preservativo. Pero Catalina no había pensado en eso cuando titubeó. Entendió que las cosas no se estaban dando como ella había imaginado. Es cierto que en la adolescencia, se trataba de autoconvencer de que cualquier lugar era bueno. Y, ¿esto?, se preguntaba Catalina, más bien le parecía un polvo más, a la rápida y más encima, en este cerro de pungas, voyeristas y sicópatas. Pero estaba prendida también: el pito, el Chianti y los recuerdos. Claudio y su aroma irrepetible, que se mezclaba con el suyo, la vista panorámica de la ciudad titilante de neones y luces en la noche. Hasta ahora.

Pero lo que terminó de enfriar a Catalina fue que jamás había pensado en sexo seguro con Claudio. Además, sabía que él estaba casado, nunca había ocultado su argolla en el anular izquierdo y también Isabel se lo había advertido: “Ese gallo está casado, Catalina, en qué forro te vas a meter”; y extrañamente, este mismo hecho le daba una seguridad confusa, tanto por un posible contagio de SIDA o un ¿peor?
contagio de amor-imposible-con-siquiatra-¿feIizmente?-casado.

Hacer el amor en un automóvil no es cómodo. Además, es peligroso con tanto loco suelto pululando por los lugares señalados en el mapa de Santiago de Chile para la práctica motorizada de amores furtivos. Tampoco es como en la pantalla de cine, que por motivos de censura o ahorro del tempo narrativo hay detalles que se omiten. La elipsis, pensaba Catalina, por ejemplo, el hecho de que estando Claudio ya enfundado en su condón, ella no se había quitado los calzones. Inconveniente que debió sortear haciendo a un lado la filigrana del colalés de seda negro, que había escogido para la oportunidad de lucir su cuerpo de cuarentona vigente. Claudio, ahora, podría, engomado y todo, cumplir la promesa.
-Fue una breve, pero emotiva ceremonia -le contó la tarde siguiente a Isabel.

Catalina se sintió agredida por esa dureza de goma que la remecía con vaivenes expertos. Quería que la poseyera el adolescente eterno, abandonar la virginidad juntos en la blanca palidez, su canción de esos años antiguos, entre sábanas situadas fuera del tiempo y del espacio.
-O sea -dijo Isabel- que por más que se la pasen estudiando psiquiatría lacaniana seis años en la Sorbona y viviendo en París, ¿a los chilenos no se les quita la eyaculación precoz?
Catalina la miró con un gesto de ubícate.

Isabel contraatacó:
-Y dices que compró una botella de Chianti, el vino que le gusta a Hannibal Lecter. O sea que todos los siquiatras se parecen. ¡Ay!, Catalina; ¿no me irá a partir en pedacitos y hacerme estofado tu ex Claudito?
-Ya, déjate -casi suplicó Catalina dando un sorbo a la espuma de su café.

Al llegar a su departamento después del encuentro con Claudio la noche anterior, había llorado escuchando música triste para hacer más triste su tristeza. Amalia Rodrigues. Funciona como una suerte de vacuna. Nostalgia no por lo perdido sino por lo que nunca fue. Lección de los fados: la saudade. Para estar triste en plenitud, lo mejor es hacerlo en portugués había pensado Catalina. Además, esa noche, después de la sesión de saudade, escribió en su libreta de apuntes entre las notas al pasar, los sueños y la citas del día para el bronce, un poema de Cavafis.

A cuerpos hermosos de muertos que no envejecieron
y los guardaron con lágrimas en un bello mausoleo,
con rosas a la cabeza y a los pies jazmines
se asemejan los deseos que pasaron
sin cumplirse; sin merecer una noche de placer,
o una mañana luminosa.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Para ti, Cecivet, que has exigido que la historia continúe.

Besos
Therese

cecivet dijo...

Sí, estaba esperando aquí en el establo, pendiente, gracias y besitos.

Lila Magritte dijo...

Nostalgia por aquello que no fue. O por lo que dejó de ser. Y así se pasa la vida.

Fortunata dijo...

Hay maquinas del tiempo que no deberian ponerse en marcha.....
bella música y precioso poema de Cavafis.
un beso