martes, marzo 27, 2007

Halloween























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Primero pasaría por la bomba de bencina a llenar el estanque, revisar la presión de aire y los niveles del todo terreno. Después, tendría que ir a buscar a la Anabella a la punta del cerro donde se había ido a vivir desde que La Serena se había convertido en nido de veraneantes. Y de ahí, ta ... ta ... ta ... tán, Santiago.

Para variar tuvo que aceptar los comentarios no solicitados que invariablemente hacía el bombero a su aspecto físico. Además la tenía chata con esas miradas nada discretas que lanzaba hacia adentro del auto, porque a ella siempre se le subían las polleras y dejaban al aire esas piernas hechas a mano que todo el mundo le envidiaba.

-¿Otra vez de viaje, señora Tuti?

Sí, a ti qué te importa. ¿Te pregunto si tu mujer todavía te engaña con el jinete?

-Así es; otra vez de viaje, Juanito. Control médico, fijesé. La salud no me ha acompañado mucho este último tiempo.

Control médico... , cuéntame una nueva. Ésta no perdona; si aquí todos le conocen las historias. Creen que no las van a reconocer. Mi cuñado cuando fue a Santiago a buscar repuestos para su máquina, recorrido Coquimbo-La Serena, se encontró cara a cara con las locas, que se hicieron las que no lo reconocieron. Tremendos anteojos de mosca que se ponen para pasar de incógnito y se nota de lejos que son la Anabella y la Tuti, vestidas para matar.

-Que le vaya bien con el doctor, señora Tuti? ¿Y va a ir solita o con la señora Anabella?
Y a ti qué te importa, que te pagan por ser soplón.

-No, sola no. Estoy tan mal, Juanito... , no me siento en condiciones de ir sola. La Anabella, tan buena voluntad, siempre se hace un tiempito para acompañarme. Claro que como yo la acompaño a ella otras veces; en el fondo es como una vuelta de mano. ¿No cree, usted?
Vueltas de camero que les van a dar en Santiago al par de viejas putas.

-Clarímbamelo, vuelta de mano ... , usted lo ha dicho. Que le vaya bien; maneje con cuidado. Su jeep está impeque. Como la dueña, tenía que agregar, el roteque.

Hace tiempo que la Tuti venía pensando si Juanito, con ese tipo de comentarios, no revelaría una psicopatía sexual, un vicioso adicto, un acosador encubierto acaso. Lo tendría presente porque ella no le iba a aguantar patudeces a nadie. Tenía claro, por ejemplo, que las gringas denunciaban hasta por si acaso, y ella, no porque fuera chilena, iba a tener que aguantar todo tipo de juanitos. No, pues, no, no, no. La suerte de las gringas, que tienen tantas leyes que las protegen, no como nosotras.

Ella era mujer sola, sin embargo, estaba feliz con su vida. Se sentía súper chora. No tuvo que aguantarle mañas a ningún marido, porque eso sí que no. Y no tendría jamás problemas de plata ni la obligación de trabajar en nada. Desde que se había separado, el padre de sus hijos se llevó a los niños a vivir con él a Nueva York, y la dejó soltera, con casa, plata, perro que le ladrara, treinta y cinco magníficos años y participación en los negocios adquiridos cuando tenían contrato de sociedad conyugal.

Anabella estaba lista desde hacía media hora, pero ocupó otra media más en buscar los últimos elementos que la acompañarían, aunque fuera por un viaje de pocos días, mientras la Tuti, inquieta, esperaba en el auto tocando la bocina cada cierto rato, sin dejar de tamborilear con los dedos sobre el volante.

-Me imagino que no le habrás contado nada de nuestro viaje al saco de peras de tu marido -dijo la Tuti cuando la Anabella se aseguraba al asiento con el cinturón.

Juan Enrique no podía ver a la Tuti. La encontraba demasiado mala junta para Anabella, pero estaba amarrado de manos porque en una fiesta, estando medio copeteado, había empujado hacia el baño a la amiga de su esposa y ahí sobre las baldosas se condenó para siempre. Con tamaña desubicación, ahora ella lo tenía en la mano, podría contárselo a la Anabella cuando estimara conveniente y chao, pescao.

-No le dije nada anoche cuando me llamó desde Londres. Ya aprendí, Tuti, que no tengo que contarle nada más que lo estrictamente necesario. Él pregunta; yo respondo. Me contó que uno de sus colegas, un cubano, parece, había presentado unas especies de yuyos de mar que funcionan mejor que la silicona y que es menos peligrosa; me dijo también que la quiere probar acá en Chile, así que ya se siente como mago sacando conejos del sombrero.

Rumbo al sur del mundo, las Thelma y Louise de las carreteras de Chile cantaban las canciones de la Pantoja a todo chancho, se me enamora el alma, se me enamora, y la Anabella aprovechaba de fumárselo todo, porque su amiga no se enojaba como Juan Enrique si ella encendía cigarros en el auto o le dejaba restos de ceniza en los asientos y colillas en los ceniceros. Siempre alegando que ella tenía el olor a pucho impregnado en todo el cuerpo y que por eso ya no le daban ganas de besarla: casi como lamer un cenicero de esos que hay en la sala de espera del preparto.

-¿Eso te dice? Las patitas. ¿Y tú no le dices nada por el olor a desinfectante que tiene hasta detrás de las orejas?
-¿Y cómo lo sabes, Tuti?
-No hay que ser adivina, es obvio, si se lo pasa operando no va a oler a flores de Pravia.
-Ay, qué comparación más anticuada, te pasaste Anabella.

Al llegar a Los Vilos cumplieron con el rito de la tradicional parada a tomar cafe. La Anabella le contó a su amiga que estaba hasta la coronilla con Juan Enrique, que hace todo este tiempo que no pasaba nada entre ellos y parece que más encima le ponía el gorro con una vieja de cartón-piedra a la que el doctorcito le había arreglado hasta las axilas.
-No tengo ninguna certeza, puras sospechas nomás, Tuti, eso que le dicen intuición femenina.

Un viento helado soplaba en Los Vilos y les desordenaba los pelos de colores. El mar azul maravilloso de siempre golpeaba furioso contra el malecón. La Tuti, que siempre sale con sus sistitis en lo mejor de los viajes, fue al baño. Como se demoraba tanto, la Anabella ansiosa por llegar luego a Santiago, parte a buscarla súper choreada. La encuentra observando alucinada a un roto que se masturbaba delante de ella a través del espejo del baño. Ambas concuerdan en su interés científico par la anatomía oculta en cualquier pantalón que se les cruce.

Se ríen y sienten que ya lo están pasando total y se aplauden la idea de sacarse el sostén y ponerlo en la antena del auto hasta llegar a la cuesta El Melón para ver qué pasa, pero lo único que ocurre es que los pacos que normalmente están escondidos para pillar in fraganti a los automovilistas que adelantan en línea continua, se hacen los serios y casi les retienen los documentos. Eso hubiera sido grave, dado que el motivo principal del viaje era celebrar la noche de brujas en Santiago. En la provincia, todavía los atrasados no atinaban con ninguna fiesta. Encontraban como raro eso de andar disfrazándose. Pero la Anabella y la Tuti, a la vanguardia en materia de modo de vida, iban a todas las paradas. Total quién las iba a reconocer y para eso estaban a su disposición la discoteque People, la Twin Village y Las Brujas off course. Tenían harto para elegir, pero se les puso en las cabecitas esta última; encontraban que el nombre era mucho más ad hoc. Lo pasarían shansho, shansho.

Se instalaron en el Hyatt como lo venían haciendo durante los últimos viajes. Lo encontraban lo máximo. Digno de ellas. Además, como ya las conocían les hacían descuentos especiales y las atendían mejor que regio. Los conserjes eran un amor y las camareras quedaban felices con las sobras de frascos de cremas y restos de perfumes que les regalaban al irse.

Lo primero sería lo primero, de manera que partieron a buscar los disfraces para la noche de brujas. La Tuti quería ir de Gatúbela y Anabella estaba con la idea fija de disfrazarse de Morticia.
-No te viene ese disfraz, linda. Tienes que buscar algo más acorde a tu personalidad. Tú eres ... cómo te lo digo para no ofenderte; medio tímida e ingenua, cómo te vas a disfrazar de Morticia. Nada que ver, linda.
-¿Y qué crees que me vendría, entonces?
-Ahí vamos a ver.

De Morticia tuvo que rebajarse a la categoría de bruja buena del Mago de Oz. Llena de velos y brillos, hasta una varita mágica con una estrella en la punta le pasaron con el traje.
-Con esa varita vamos a hacer milagros -señaló la Tuti, que ya veía todo lo que Santiago tenía para ofrecerles sin que los peladores provincianos se enteraran. Después de todo vivían con el ventilador encendido en high, listos para tirar mierda a los cuatro puntos cardinales a la menor novedad. Igual, ya no tenían qué pelarles. Por lo menos a la Tuti que no hacía mucho por ocultar sus altos ni bajos instintos. La Anabella, entre que era medio gansa y entre que todavía tenía marido, aunque no fuera de jornada completa porque Juan Enrique se lo pasaba viajando a sus congresos por todo el mundo, igual estaba dispuesta a hacer pebre al primer muñequito que se le cruzara desprevenido.

Juan Enrique jamás comprendería la sensibilidad de su mujer. Dinero, dinero, dinero. Se había hecho el tremendo billete operando mujeres que querían transformarse en lo que la naturaleza no había querido que fueran. Ponía pechugas, sacaba pechugas; lipoaspiraba grasas abdominales a señoras de las cuatro décadas, silicona por aquí, silicona por allá, recorte de arrugas, orejas y solución a accidentes cronológicos varios, porque la cuenta en dólares que tenía en Suiza, ceros sobre ceros, tenía que seguir creciendo.

Más le hubiera valido usar su inteligencia y su habilidad médica para transformar en machos recios a los hombres buenmocitos que resultaban un fiasco al poco tiempo, pero peor era nada, pensaba a veces, cuando pensaba.

Pintadas y vestidas para la guerra, las camboyanas estaban dispuestas para lo que viniera. La Tuti, enfundada en pantalones de cuero negro se sentía lista para agarrar a latigazos hasta hacer correr sangre a quien se le pusiera por delante. La Anabella, parecerá y se hará la tonta lesa, pero no lo es, y va igual a la pelea.

En tenida de combate listas para una operación comando, salieron del hotel. Les encantaba taquillar. Entre tanto paseo, decidieron empezar con un gin con gin en el bar. Y miren qué casualidad. Ahí estaban dos minitos caídos del cielo o de sus cunas, con quienes rápidamente se pusieron de acuerdo para ir a bailar esa noche. Ellas se miraban con complicidad, alucinadas de haber pinchado a un par de jovencitos tipo montañeses, de pómulos tan rosados como los de Heidi.

Con estas maracas corremos el riesgo de tener que quitárselos con recurso de amparo. Se nota a la legua que son de las que se suben por el chorro a pata pelada a mirar por el hoyito.

El par de musculosos perfumados hasta el año que viene no escatimaban cariñitos, palabras melosas, su tonto agarrón, suave, palabras corteses que no les quitaran lo caliente, y gemidos terribles de calentura en el centro de las orejas de las amigas. Tan caballeros, hasta las dejaron elegir quién con quién.
-Esta no la contamos dos veces, Anabella, ándate dando con una piedra en los dientes, me oíste.

El tiempo se dedicó a hacer lo único que sabe hacer bien: pasar. Y lo hizo tan rápido que apenas se dieron cuenta de la hora. La Tuti, con todos estos tragos encima se lo ha bailado todo con el de pelito largo amarrado en una cola que lo hace verse divino, mientras que la Anabella con su dolor a la vejiga y con los pies llenos de ampollas enfundados en esas botas del disfraz, prefiere estar sentada, vaciando copas de vino y vasos de whisky en su interior, mientras conversa con su conquista de ojos amarillos. En un descanso de la música tipo cinco de la madrugada, ellas parten al baño; van juntas como todas las mujeres, a hacer pichí y a retocarse el maquillaje. La Tuti se echa perfume entre las pechugas y por todas partes y se repasa el negro mortal de los ojos; la Anabella, menos experimentada, la imita.
-De aquí nos vamos a hacer pedazos a esos kids, le dice la Tuti a la Anabella y le pasa varios condones. ¿Tú crees que entre los dos juntarán veinte años? Bien, estos son los que traje de Suecia y tienen sabor a guinda. Estos otros son de Holanda, resplandecen en la oscuridad. Por si acaso, aconséjalo que se los ponga dobles. El Hotel Valdivia sería su norte. Ojalá estén disponibles la árabe y la espacial.

Al volver a la mesa no hay galanes, no hay carteras, no hay chaquetas de cuero. No a las damas amor, no gentilezas de caballeros de canto enamorado.
Se miran entre el horror y la incredulidad. El mozo se acerca con la bandeja plateada.
-La cuenta, damas. Los caballeros les dejaron este sobre.

La Tuti lo abre y el mozo lanza un chorro de luz que cae violento sobre el mensaje.
-Dulce o travesura.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

qué gente
no saben que diez minutos de
amor
son más valiosos que todas las chaquetas y todas las carteras del mundo
¿a que sí, thérèse?,
amor

Thérèse Bovary dijo...

Yo creo que sí, Amor.

Mis cariños