(Pintura: Monet)
Flora floral
Dedicado a Mentecato
Para abreviar lo llamaremos Herr Professor. A ella podríamos llamarla Gardenia, Amatista, Abalaorio o Constelación. Pero la llamaremos Flora. Flora es un buen pretexto para nombrar a una mujer en plena polinización a tiempo completo, sin desmerecer, año tras año, desde que nació. Siempre fue demasiado perfume, demasiado polen, un exceso de efluvios y luz, un derroche de mujer para Herr Professor cuya indiferencia y sobriedad cautivaron a Flora desde el primer momento. Cada cual con su cada quien y cada quien con su nada que ver. Sin embargo, en la historia del tiempo tenían que encontrarse para que ella fuera Flora en toda su dimensión y majestad.
Se conocieron a miles de metros de altura, sobrevolando el océano Pacífico, fuera de toda ley, fuera del peligro de la gravedad, escapando a cualquier efecto de la fuerza de la realidad. La pequeña avioneta se balanceaba a merced del intenso viento de la zona, pero pudo aterrizar como lo hacía cada semana, sin problemas, en la planicie del cerro, al borde del acantilado, donde solo se distinguía el horizonte lleno de agua revuelta con cielo en una sola masa.
La isla a sus pies prometía en la fértil imaginación de Flora; la saturaba de todo lo posible. Y lo imposible también. Eso era por cierto cuanto más le apetecía. Casi en estado de nirvana bajó las escalerillas, ayudada por el piloto que tenía más horas de vuelo en el cuerpo que una bandada de pelícanos.
Flora estaba traspasada de ansiedad, se sentía feliz como nunca y hacía el registro de todo lo visible y lo invisible; lo que estaba al alcance de su campo visual y lo que era imposible que estuviese en el campo visual de nadie que no tuviese ojos por todas partes como ella, porque Flora era una reina, llevando altiva su corona de ojos enredada en el pelo desorbitado, exagerado y enrubiecido.
Herr Professor no había levantado su cabeza del cuaderno. Garrapateaba algunas notas que Flora intentaba fisgonear por encima del pequeño asiento delante suyo, donde el abultado cuerpo de Herr Professor se había acomodado con dificultad. Durante todo el viaje escribió y escribió sin levantar la vista, sin mirar por la ventanilla, ajeno a las risas de Flora y al monólogo del piloto que sermoneaba acerca de las virtudes del vuelo y se explayaba en unas teorías extrañas que hablaban de un primer hombre que descendía de las aves y jamás del mono, cómo y a quién, sobre todo a quién, se le habría ocurrido tamaña barbaridad. El verdadero sueño del hombre era buscar el cielo no el suelo, terminó diciendo mientras enfocaba la pista de aterrrizaje.
Una vez en tierra firme, Flora, ojos de periscopio, grabó el azul intenso del mar o del cielo, eso no le quedó muy claro, porque justo en ese instante se cruzaron los ojos de Herr Professor que lucían como lagos de turquesa líquida entre tantos azules confundidos.
Un pequeño bus esperaba la llegada de la avioneta que, además de pasajeros, traía alimentos desde el continente, para los escasos habitantes de la isla que vivían su pequeño paraíso vegetal donde muy pocas cosas alteraban el natural fluir de la vida cotidiana.
Inventando el camino, el bus se deslizaba por unos senderos dignos del salario del miedo, hasta llegar al centro habitado de la isla, donde todas las ventanas daban al mar que no siempre es el morir, porque ahora había sido el mar quien movió los ojos Herr Professor hacia Flora y se interpuso entre ellos.
Encontró que no había nada mejor que aprovechar la ocasión para saludarlo y agradecer ese azar que le había dado vuelta los ojos hacia ella. Le extendió la mano y su mejor sonrisa, pero él respondió seriamente a su amable saludo. Ya enfrentábamos el primer problema. Pero decidió con firmeza que ese inconveniente iba a dejar der serlo muy pronto porque ese hombre ya estaba en su mira. Fácil o difícil, lo resolvería igual. Tenía un mes por delante para conseguirlo.
Mientras caminaban hacia el único hotel de la isla, Flora sentía que su cuerpo había llegado a tierra, pero ella dónde estaba, cuándo terminaría de llegar. Siempre esa desagradable sensación. Los aviones la perturbaban más de la cuenta.
Una vez en la recepción del hotel, Flora esperó que Herr Professor recibiera las llaves de su habitación y luego pidió la suya en el mismo piso. No podía confiar puramente en el azar.
Entró a una pequeña habitación donde el aire puro parecía bailar entre las cortinas. Se acercó a la ventana y dejó que sus ojos se llenaran del paisaje. Siempre le gustaba darse tiempo para gozar intensamente las primeras impresiones de los lugares que visitaba por primera vez. Se llevaba para siempre, gestos, aromas, colores, sensaciones que nunca se parecían a nada conocido y solía ser lo que mejor recordaría de sus viajes y en lo que más se explayaría contando a sus amigas.
Decidió que lo primero sería lo primero y trazó su bitácora diaria. Buscaría a alguien en la isla, un pescador, casi todos allí eran pescadores, y le solicitaría sus servivios de guía. Sin que él supiera de sus planes, iría averiguando los detalles que necesitaba para hacer su reportaje y regresar con la primicia, como siempre. Le encantaba saber que nadie lo haría mejor. La revista en que trabajaba era adicta a las primicias, de manera que Flora estaba allí camuflada de turista, porque esa era, según ella, la mejor manera de conseguir que las personas hablaran más de lo que debían, sin el temor a que todo lo que dijeran puediera ser usado en su contra.
Pero, la mañana sería para ella. Eso era intransable. A las nueve bajaba al comedor a tomar su desayuno y ya estaba allí Herr Professor, bebiendo su tercero o cuarto café. Antes de que hubiera transcurrido una semana, ella tenía clarísimo que jamás podría desayunar con él, porque siempre elegía una mesa pequeña y la llenaba de vasos, platos, frutas y todo lo que acompaña siempre a esos desayunos pantagruélicos de ciertos hoteles. De manera que se instalaba en una mesa grande junto a otras personas que iban y venían mientras ella bebía su té mirando a Herr Professor, entre otras cosas
Durante la mañana, después del desayuno, él se sentaba en la terraza del hotel a beber jugos de diversas frutas y a escribir en su cuaderno. De tanto en tanto, levantaba la vista para dejarla caer sobre el cuerpo de Flora que se asoleba sobre la arena, apenas cubierta por su mínimo traje de baño. También la miraba cuando la oía reír y correr hacia el mar y nadar entre las aguas del Pacífico, aunque él nunca bajó a la playa ni caminó por la arena con los pies descalzos.
Era la primera vez que Herr Professor venía a esta Isla. Había recorrido todo el mundo y era el último lugar del planeta que le faltaba conocer. Flora, en cambio, estaba allí por su trabajo. Debía reportear el movimiento de un equipo multinacional que se esmeraba en cada grieta, en cada rincón oculto de la isla buscando un tesoro escondido por los piratas en algún lugar del tiempo.
Y finalmente lo que debía ocurrir, ocurrió. Sin mayores preámbulos, un sábado en la noche en que se celebraba la fiesta de la isla con elección de reina y carros alegóricos y fogatas y bailes en la arena, Flora, vestida como la flor que era, llevó al profesor a bailar con ella. De madrugada él la llevaría a su habitación. Allí la despojó de toda su ropa, la besó de punta a cabo y ella le devolvió la mano con todo su cuerpo. Haciendo uso de ese código universal que nunca falla, el lenguaje todopoderoso del amor, dedos y labios y pieles y pelo se acercan y se alejan haciendo parecer que dos personas que jamás se han visto tengan la ilusión de haberse conocido la vida entera y hasta otras vidas pasadas también.
Ahora tomaban juntos el desayuno y Flora le contó todo lo que era contable en la vida de una mujer como ella. Él habló de viajes, de sus clases, de su insistente soltería que lo tenía viviendo junto a su madre anciana en el pequeño pueblo del sur alemán donde había nacido y vivido siempre. Ejercía como Doctor en la Cátedra de Literaturas Románicas.
Desde entonces, cada noche el mismo ritual. La habitación de Herr Professor se había convertido en un templo para el amor. Bebían champaña y devoraban sin piedad todo tipo de frutas marinas que se pasaban de una boca a la otra para sazonarla con sus propios sabores a hombre y mujer desbordados e intensos. Por eso cuando Herr Professor sugirió cambios para la vida de Flora, ella aceptó sin pensarlo un segundo.
Desde la isla iniciaron la travesía del regreso en el mismo barquichuelo que los había llevado hasta allí. Tomaron el bus que los esperaba para desandar el laberinto de senderos hacia la cumbre donde tomaron la avioneta para regresar a Santiago y desde allí, tal como lo habían planeado: un breve paso por la casa de Flora a buscar sus cosas, dar aviso a los parientes, a la directora de la revista, que se iba, que se iba para siempre, Herr Professor el amor de su vida. En el aeropuerto abordarían el avión que se los llevaría a la nieve y al invierno pleno, pero en cuanto pasaran los fríos, irían, se lo prometió, a Venecia, recorrerían Alemania de punta a cabo, y Austria. Del brazo de Herr Professor, Flora Floral recorrería ciudades y países que casi no alcanzaba a ver desde su imaginación alucinada de tanta felicidad.
—Todo igual pero al revés —comentó divertido el piloto cuando vio subir de la mano a quienes había despedido un mes antes como los dos perfectos desconocidos que eran.
—Todo distinto —aclaró Flora muy seria, mientras los ojos de Herr Professor iban y venían de uno a la otra enredándose en las entonaciones de ese diálogo. —Tal vez nos casemos, tal vez no, pero hay que vivir lo que haya que vivir.
—¡Qué audacia! Ojalá que tengan suerte —dijo el piloto mientras se acomodaba frente al aparataje imposible del comando de vuelo lleno de luces y señas que solo él entendía.
El intenso ruido del motor molestó los oídos de Flora y abrazó al hombre que quería como el compañero para toda su vida, besó sus mejillas, mientras acariciaba sus rizos dorados, y él la miró con una dulzura imposible de describir. Quizás habría que detenerse en las pinturas de ángeles o vírgenes del Renacimiento para entender un poco esa mirada que sería la última, porque la avioneta se perdió en el cielo donde se habían conocido Flora y Herr Professor a miles de metros de altura cruzando el océano, donde el piloto que tenía más horas de vuelo en el cuerpo que una bandada de ángeles, perdió el rumbo o lo encontró para siempre en esa masa azul que eran el cielo y el mar, el mismo paraíso, el lugar de origen que había buscado durante toda su vida, el único lugar que Flora y Herr Professor no se habían prometido conocer.
Dedicado a Mentecato
Para abreviar lo llamaremos Herr Professor. A ella podríamos llamarla Gardenia, Amatista, Abalaorio o Constelación. Pero la llamaremos Flora. Flora es un buen pretexto para nombrar a una mujer en plena polinización a tiempo completo, sin desmerecer, año tras año, desde que nació. Siempre fue demasiado perfume, demasiado polen, un exceso de efluvios y luz, un derroche de mujer para Herr Professor cuya indiferencia y sobriedad cautivaron a Flora desde el primer momento. Cada cual con su cada quien y cada quien con su nada que ver. Sin embargo, en la historia del tiempo tenían que encontrarse para que ella fuera Flora en toda su dimensión y majestad.
Se conocieron a miles de metros de altura, sobrevolando el océano Pacífico, fuera de toda ley, fuera del peligro de la gravedad, escapando a cualquier efecto de la fuerza de la realidad. La pequeña avioneta se balanceaba a merced del intenso viento de la zona, pero pudo aterrizar como lo hacía cada semana, sin problemas, en la planicie del cerro, al borde del acantilado, donde solo se distinguía el horizonte lleno de agua revuelta con cielo en una sola masa.
La isla a sus pies prometía en la fértil imaginación de Flora; la saturaba de todo lo posible. Y lo imposible también. Eso era por cierto cuanto más le apetecía. Casi en estado de nirvana bajó las escalerillas, ayudada por el piloto que tenía más horas de vuelo en el cuerpo que una bandada de pelícanos.
Flora estaba traspasada de ansiedad, se sentía feliz como nunca y hacía el registro de todo lo visible y lo invisible; lo que estaba al alcance de su campo visual y lo que era imposible que estuviese en el campo visual de nadie que no tuviese ojos por todas partes como ella, porque Flora era una reina, llevando altiva su corona de ojos enredada en el pelo desorbitado, exagerado y enrubiecido.
Herr Professor no había levantado su cabeza del cuaderno. Garrapateaba algunas notas que Flora intentaba fisgonear por encima del pequeño asiento delante suyo, donde el abultado cuerpo de Herr Professor se había acomodado con dificultad. Durante todo el viaje escribió y escribió sin levantar la vista, sin mirar por la ventanilla, ajeno a las risas de Flora y al monólogo del piloto que sermoneaba acerca de las virtudes del vuelo y se explayaba en unas teorías extrañas que hablaban de un primer hombre que descendía de las aves y jamás del mono, cómo y a quién, sobre todo a quién, se le habría ocurrido tamaña barbaridad. El verdadero sueño del hombre era buscar el cielo no el suelo, terminó diciendo mientras enfocaba la pista de aterrrizaje.
Una vez en tierra firme, Flora, ojos de periscopio, grabó el azul intenso del mar o del cielo, eso no le quedó muy claro, porque justo en ese instante se cruzaron los ojos de Herr Professor que lucían como lagos de turquesa líquida entre tantos azules confundidos.
Un pequeño bus esperaba la llegada de la avioneta que, además de pasajeros, traía alimentos desde el continente, para los escasos habitantes de la isla que vivían su pequeño paraíso vegetal donde muy pocas cosas alteraban el natural fluir de la vida cotidiana.
Inventando el camino, el bus se deslizaba por unos senderos dignos del salario del miedo, hasta llegar al centro habitado de la isla, donde todas las ventanas daban al mar que no siempre es el morir, porque ahora había sido el mar quien movió los ojos Herr Professor hacia Flora y se interpuso entre ellos.
Encontró que no había nada mejor que aprovechar la ocasión para saludarlo y agradecer ese azar que le había dado vuelta los ojos hacia ella. Le extendió la mano y su mejor sonrisa, pero él respondió seriamente a su amable saludo. Ya enfrentábamos el primer problema. Pero decidió con firmeza que ese inconveniente iba a dejar der serlo muy pronto porque ese hombre ya estaba en su mira. Fácil o difícil, lo resolvería igual. Tenía un mes por delante para conseguirlo.
Mientras caminaban hacia el único hotel de la isla, Flora sentía que su cuerpo había llegado a tierra, pero ella dónde estaba, cuándo terminaría de llegar. Siempre esa desagradable sensación. Los aviones la perturbaban más de la cuenta.
Una vez en la recepción del hotel, Flora esperó que Herr Professor recibiera las llaves de su habitación y luego pidió la suya en el mismo piso. No podía confiar puramente en el azar.
Entró a una pequeña habitación donde el aire puro parecía bailar entre las cortinas. Se acercó a la ventana y dejó que sus ojos se llenaran del paisaje. Siempre le gustaba darse tiempo para gozar intensamente las primeras impresiones de los lugares que visitaba por primera vez. Se llevaba para siempre, gestos, aromas, colores, sensaciones que nunca se parecían a nada conocido y solía ser lo que mejor recordaría de sus viajes y en lo que más se explayaría contando a sus amigas.
Decidió que lo primero sería lo primero y trazó su bitácora diaria. Buscaría a alguien en la isla, un pescador, casi todos allí eran pescadores, y le solicitaría sus servivios de guía. Sin que él supiera de sus planes, iría averiguando los detalles que necesitaba para hacer su reportaje y regresar con la primicia, como siempre. Le encantaba saber que nadie lo haría mejor. La revista en que trabajaba era adicta a las primicias, de manera que Flora estaba allí camuflada de turista, porque esa era, según ella, la mejor manera de conseguir que las personas hablaran más de lo que debían, sin el temor a que todo lo que dijeran puediera ser usado en su contra.
Pero, la mañana sería para ella. Eso era intransable. A las nueve bajaba al comedor a tomar su desayuno y ya estaba allí Herr Professor, bebiendo su tercero o cuarto café. Antes de que hubiera transcurrido una semana, ella tenía clarísimo que jamás podría desayunar con él, porque siempre elegía una mesa pequeña y la llenaba de vasos, platos, frutas y todo lo que acompaña siempre a esos desayunos pantagruélicos de ciertos hoteles. De manera que se instalaba en una mesa grande junto a otras personas que iban y venían mientras ella bebía su té mirando a Herr Professor, entre otras cosas
Durante la mañana, después del desayuno, él se sentaba en la terraza del hotel a beber jugos de diversas frutas y a escribir en su cuaderno. De tanto en tanto, levantaba la vista para dejarla caer sobre el cuerpo de Flora que se asoleba sobre la arena, apenas cubierta por su mínimo traje de baño. También la miraba cuando la oía reír y correr hacia el mar y nadar entre las aguas del Pacífico, aunque él nunca bajó a la playa ni caminó por la arena con los pies descalzos.
Era la primera vez que Herr Professor venía a esta Isla. Había recorrido todo el mundo y era el último lugar del planeta que le faltaba conocer. Flora, en cambio, estaba allí por su trabajo. Debía reportear el movimiento de un equipo multinacional que se esmeraba en cada grieta, en cada rincón oculto de la isla buscando un tesoro escondido por los piratas en algún lugar del tiempo.
Y finalmente lo que debía ocurrir, ocurrió. Sin mayores preámbulos, un sábado en la noche en que se celebraba la fiesta de la isla con elección de reina y carros alegóricos y fogatas y bailes en la arena, Flora, vestida como la flor que era, llevó al profesor a bailar con ella. De madrugada él la llevaría a su habitación. Allí la despojó de toda su ropa, la besó de punta a cabo y ella le devolvió la mano con todo su cuerpo. Haciendo uso de ese código universal que nunca falla, el lenguaje todopoderoso del amor, dedos y labios y pieles y pelo se acercan y se alejan haciendo parecer que dos personas que jamás se han visto tengan la ilusión de haberse conocido la vida entera y hasta otras vidas pasadas también.
Ahora tomaban juntos el desayuno y Flora le contó todo lo que era contable en la vida de una mujer como ella. Él habló de viajes, de sus clases, de su insistente soltería que lo tenía viviendo junto a su madre anciana en el pequeño pueblo del sur alemán donde había nacido y vivido siempre. Ejercía como Doctor en la Cátedra de Literaturas Románicas.
Desde entonces, cada noche el mismo ritual. La habitación de Herr Professor se había convertido en un templo para el amor. Bebían champaña y devoraban sin piedad todo tipo de frutas marinas que se pasaban de una boca a la otra para sazonarla con sus propios sabores a hombre y mujer desbordados e intensos. Por eso cuando Herr Professor sugirió cambios para la vida de Flora, ella aceptó sin pensarlo un segundo.
Desde la isla iniciaron la travesía del regreso en el mismo barquichuelo que los había llevado hasta allí. Tomaron el bus que los esperaba para desandar el laberinto de senderos hacia la cumbre donde tomaron la avioneta para regresar a Santiago y desde allí, tal como lo habían planeado: un breve paso por la casa de Flora a buscar sus cosas, dar aviso a los parientes, a la directora de la revista, que se iba, que se iba para siempre, Herr Professor el amor de su vida. En el aeropuerto abordarían el avión que se los llevaría a la nieve y al invierno pleno, pero en cuanto pasaran los fríos, irían, se lo prometió, a Venecia, recorrerían Alemania de punta a cabo, y Austria. Del brazo de Herr Professor, Flora Floral recorrería ciudades y países que casi no alcanzaba a ver desde su imaginación alucinada de tanta felicidad.
—Todo igual pero al revés —comentó divertido el piloto cuando vio subir de la mano a quienes había despedido un mes antes como los dos perfectos desconocidos que eran.
—Todo distinto —aclaró Flora muy seria, mientras los ojos de Herr Professor iban y venían de uno a la otra enredándose en las entonaciones de ese diálogo. —Tal vez nos casemos, tal vez no, pero hay que vivir lo que haya que vivir.
—¡Qué audacia! Ojalá que tengan suerte —dijo el piloto mientras se acomodaba frente al aparataje imposible del comando de vuelo lleno de luces y señas que solo él entendía.
El intenso ruido del motor molestó los oídos de Flora y abrazó al hombre que quería como el compañero para toda su vida, besó sus mejillas, mientras acariciaba sus rizos dorados, y él la miró con una dulzura imposible de describir. Quizás habría que detenerse en las pinturas de ángeles o vírgenes del Renacimiento para entender un poco esa mirada que sería la última, porque la avioneta se perdió en el cielo donde se habían conocido Flora y Herr Professor a miles de metros de altura cruzando el océano, donde el piloto que tenía más horas de vuelo en el cuerpo que una bandada de ángeles, perdió el rumbo o lo encontró para siempre en esa masa azul que eran el cielo y el mar, el mismo paraíso, el lugar de origen que había buscado durante toda su vida, el único lugar que Flora y Herr Professor no se habían prometido conocer.
11 comentarios:
Bello y triste como la vida misma. Un poco de cada uno de nosotros.
Abrazos.
Es un cuento bastante "profesional". Merece un comentario más amplio, que excede largamente este cuadrado de opinión. Creo que el cambio de estado amoroso, el abordaje en la noche de la fiesta fue apresurado, literariamente hablando. Desde el punto de vista de la situación, en cambio, yo que el Herr me habría tirado a las masas al segundo día.
ojo, teresa, que me faltaron los cretinos que se hacen pasar por médicos oculistas, como he visto temprano en la tele. también bin laden, saddam... no faltan. mientras tanto aferrémonos a la poesía. gracias por apuntar.
p.d.: que millán se haya ido también me remeció. don´t think that i forget (hot hot heat dixit)...
Recibo la dedicatoria con mansedumbre y orgullo... ¿Puedo pavonearme y desplegar el abanico de arco iris que está en mi corazón?
Con razón, un sobrino-nieto mío (alumno de Periodismo Uch)quedó hechizado por ti desde el primer instante... (He cometido una infidencia espantosa).
Me corto la lengua. Soy un vulgar bocazas.
Arranco, al decir del arcipreste de Hita, "ligero como un alguacil".
Un abrazo.
Anda a ver el blog de Pedro Nelito. Tiene la traducción al portugués del "Non Serviam" de Huidobro.
http://blogdopedronelito.blogspot.com/
Hola, Therese
Intentaré un comentario desde otro punto de vista. Es un cuento triste y a la vez romántico. El amor es triste y romántico. El mayor amor es el que no se concreta, se dice. O en otras palabras, el amor es una gran ilusión, una aspiración, una quimera. ¿Qué habría sido de la periodista y el profesor, un mes, un año después? ¿Qué habría pasado cuando a ella le molestaran las mañas del viejo académico y cuando él se cansara de esa vida tan agitada que lleva ella? Por eso me ha gustado el final: ha cerrado el camino a la materia y ha dejado abierto el del espíritu.
Un abrazo
Querida Therese:
Es de mi autoría, pero con algo de lo demoníaco del dr. Vicious.
Además, Truman Capote fue un demonio angelicalmente hermoso.
Un abrazo.
I know, my dear, I understand.
El descendiente está en primer año
¿o no?
Esta rosa que llora me confunde, no sé de qué habla... el primer año antes de Cristo o después de Cristo?
¿El descendiente de Tutankamon?
¿El descendiente de Herr Profesor?
¿El descendiente de Mentecato o del Doctor Vicious?
¿El del enano maldito y la monja enana que fueron vistos en el Tavelli por Tiresias?
Gracias por tu paso y tus palabras en mi rincón.
Saludos
Francisco Bernardo, la vida es trágica por definición, de manera que un final feliz no les habría podido servir a estos amantes. Tiene razón el Dr. Vicious cuando piensa en los años, cuando pasen, qué habría sido del profesor ya viejo, latero y reiterativo junto a una periodista que tal vez, llegada la menopausia precoz, por cierto, no quisiera que Herr le tocara ni el dedo chico del pie.
¿No te parece, Francisco de los ojos azules?
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