El cuerpo de Antedón fue depositado en una caja de coihue labrada con figuras de pájaros que lo alzarían para llevarlo a la montaña donde los patriarcas van a morir.
Liliana Pualuan
A mi padre no le gustaba la lluvia. Había pasado toda su infancia en un periplo guiado por mis abuelos, cambiándose de casa y más casas, desde el sur hacia más al sur de este Chile natal: Lautaro, Lota Bajo, Los Ángeles, Temuco.
La Serena le regaló después la ausencia de lluvia que, según recuerdo, solo vi una vez cayendo sobre la ciudad oscura de invierno y, por eso, el colegio sorprendido nos mandó de regreso a las casas.
Con mi hermana hicimos largo el trayecto, deteniéndonos en algunas pozas que espejeaban el regreso, y las seguimos como migas de pan.
—¿Cómo se llama esto que pasa? —preguntamos con Lila a mi madre al llegar.
—Es lluvia, está lloviendo; así se llama lo que pasa —dijo ella, feliz y joven— y jugó con nosotras esa tarde.
Salgo ahora mientras cae con fuerza el agua sobre el día tan nublado, después de haber leído un cuento de Liliana Pualuan que habla de un pueblo blanco donde están despidiendo a Antedón, el patriarca, que se ha retirado de este mundo al amanecer, dice, porque el corazón se le hizo trizas de dolor a causa de sus hijos.
Salgo, dije, y repito el ceremonial de cada día: miro hacia la ventana donde estaba el escritorio de mi padre y nos hacíamos señas, desde un edificio al otro, el par de desvelados, lloviera, tronase o relampaguera.
Miro hacia la ventana donde mi padre otra vez y le digo:
—Dame tu bendición.
Y se lo digo varias veces con los ojos y la sonrisa, y él hace como los curas una gran señal de la cruz para mí, medio en broma medio en serio, porque él no creía en otra cosa que no fueran los libros ni la escritura, y yo me voy feliz.
Miro otra vez hacia su ventana y solo veo la jardinera con las plantas secas como si hubiera pasado de repente el desierto a darle un golpe. Decido que no volveré a mirar y cambio el camino y cambio la dirección de mis ojos. Pero vuelvo a verlo en las pozas que ya han empezado a formarse ahora.
Y cuando siento que he encontrado un poco de sosiego, vuelve el peligro: un bus escolar, dos ambulancias en Apoquindo, un carro de bomberos, y pienso en los padres de esos niños que iban al colegio como todos los días, que tal vez se enterarán después que yo, una ajena que iba pasando por ahí de pura casualidad, de que ya no hay hijos, o que los hay, pero que el mundo es peligroso porque la vida es peligrosa y escucho a mi padre decir con su voz siempre segura aunque se estuviera muriendo por dentro:
—Niñas, ustedes son sobrevivientes de la infancia, gracias a mí, que andaba detrás de ustedes, sacándoles los dedos de los enchufes, quitándoles los fósforos y las tijeras a la Lilita para que no descalabraran la casa; todo el tiempo rescatándolas de los triples saltos mortales que practicaban arriba de las camas, y los vuelos sin capa ni espada que intentaban en La Serena desde el primer piso al subterráneo…
Y, así, iba enumerando una larga lista de salvatajes protagonizados por él, nuestro héroe de infancia, adolescencia, juventud, madurez que no alcanzamos y tiempos viejos que se nos vienen encima como el gas grisú y la nube de cenizas del volcán de Islandia sobre nuestros años que nada tendrán de dorados.
Y no pudo seguir socorriéndonos. Por eso le estalló su corazón después que pasaron las lluvias y el sol de agosto tan esquivo lo golpeó certero.
Sin bendiciones, o con bendiciones que yo me invento, salgo a la calle hoy como todos los días y pienso en Antedón, mi patriarca que ya nunca más ni dónde está.